Violencia de género y fuero parlamentario
La violenta
discusión que tuvo lugar en el Senado con motivo del debate de la reforma constitucional que extiende el período de participación de fuerzas militares en tareas de seguridad pública, ha despertado múltiples comentarios y hasta indignación de parte de analistas de la vida política debido a las descalificaciones e insultos intercambiados entre integrantes de ese cuerpo legislativo.
Pese al énfasis que se ha puesto en relación con el género de quienes lanzaron los epítetos más fuertes y zahirientes, sostengo la tesis de que ese dato es irrelevante, porque en un órgano legislativo, particularmente si se ha alcanzado la paridad de género, la igualdad entre representantes populares debe ser absoluta y no deben aplicar las consideraciones de género que implicarían una discriminación —en el sentido de una separación o diferenciación de trato con base en una categoría de las que se ha dado en llamar “sospechosa”— entre quienes son pares en múltiples aspectos.
Pese a mi resistencia a diferenciar conductas con base en el sexo de las personas legisladoras, es inevitable reconocer que las expresiones del más alto contenido insultante fueron proferidas por senadoras y que una de ellas incluso aludió a la vida sexual de otra. Basándonos en la robusta protección jurídica otorgada a las mujeres frente a toda forma de violencia, las referencias de esa índole podrían llegar a configurar el delito previsto en el Art. 20 bis de la Ley General en Materia de Delitos Electorales que establece: “Comete el delito de violencia política contra las mujeres en razón de género quien por sí o interpósita persona: I. Ejerza cualquier tipo de violencia, en términos de ley, contra una mujer, que afecte el ejercicio de sus derechos políticos y electorales, o el desempeño de un cargo público; VIII. Publique o divulgue imágenes, mensajes o información privada de una mujer, que no tenga relación con su vida pública, utilizando estereotipos de género que limiten o menoscaben el ejercicio de sus derechos políticos y electorales”.
Ya ha habido casos en los que se ha pretendido fincar una responsabilidad jurídica a miembros del Legislativo que aluden a la condición de género de otros. El asunto que hoy me ocupa demuestra el despropósito y el peligro que entraña esa pretensión sustentada en el argumento de que la protección frente a la violencia de género es de mayor valor que la prevista en la Constitución en favor de los representantes populares que de acuerdo con su Art. 61 “Son inviolables por las opiniones que manifiesten en el desempeño de sus cargos, y jamás podrán ser reconvenidos por ellas”.
De manera que cualquier cosa que digan los senadores o las senadoras —recordemos que la violencia política de género puede ser cometida tanto por hombres como por mujeres— no puede constituir falta o delito alguno, ni siquiera si se trata del ya mencionado. Esto es así porque el fuero del que disfrutan tanto parlamentarias como parlamentarios es total y absoluto en términos constitucionales, lo que garantiza que esa protección supera el nivel jerárquico de cualquier ley e incluso debe aplicarse con preferencia a cualquier interpretación derivada de otro precepto constitucional.
El fuero o inmunidad parlamentaria tiene por objeto garantizar la independencia de quienes ejercen la función legislativa que, entre otras cosas, constituye un control sobre el Ejecutivo y, por ello, busca preservar las tareas parlamentarias tanto frente a este Poder, como ante la amenaza de cualesquiera otros poderes fácticos. Su nacimiento se remonta a los
Diga lo que diga si, como fue el caso, aplica lenguaje de odio al llamar “hienas” a otras y otros senadores, la protección constitucional de que dispone tiene carácter absoluto y no puede ser sancionado de ningún modo.
primeros tiempos de los parlamentos, en los cuales el monarca tenía la tentación frecuente de detener a los parlamentarios acusados de alguna falta real o imaginaria, sobre todo a aquellos que representaban una oposición mayor a sus pretensiones. La tendencia de poderes políticos, sociales o económicos, de sacudirse a los adversarios más activos o a los que representan mayor peligro electoral, sigue estando presente en nuestros tiempos y ella justifica la permanencia de las protecciones que el fuero constitucional conlleva.
Imaginemos una gobernadora o presidenta que, siendo criticada con fiereza por un legislador o legisladora, pretendiera abrir una causa penal en contra de tal representante popular por el delito de violencia política contra las mujeres en razón de género. Cuando hace uso de la palabra un integrante del Congreso, en esa condición —permítanme ponerlo de este modo— “carece de género”. Diga lo que diga si, como fue el caso, aplica lenguaje de odio al llamar “hienas” a otras y otros senadores, o revela intimidades sexuales de una colegisladora o colegislador e inclusive de un tercero, la protección constitucional de que dispone tiene carácter absoluto y no puede ser sancionado de ningún modo. Ciertamente, puede incurrirse en un exceso, pero la Constitución estima que ese extremo es menos grave que abrir la puerta a persecuciones políticas montadas a partir de lo dicho por una o un congresista.