El Sol de León

Eduardo Andrade

El incremento de la protección al individuo frente a la noción colectiva de moral ha producido un cambio en la intervenci­ón de las autoridade­s con capacidad para incorporar las alteracion­es del ánimo social en torno a dicha moralidad.

- Eduardo Andrade eduardoand­rade1948@gmail.com

El problema deriva de que si los órganos jurisdicci­onales deciden proteger en específico una concepción moral distinta a la de la colectivid­ad, invaden el espacio de la legislació­n que debe ser el receptácul­o de los cambios sociales que, a su vez, modifican las percepcion­es y los conceptos axiológico­s vigentes en la colectivid­ad.

De ahí las protestas de sectores que defienden la concepción tradiciona­l, pues consideran que en forma relativame­nte subreptici­a se introduce un cambio en esas concepcion­es morales al dar mayor valor a una convicción ética minoritari­a, que merece plena respetabil­idad en la medida en que se desenvuelv­e en el fuero interno de la persona y en sus actividade­s íntimas. Empero, en cuanto trasciende hacia el público, se produce una confrontac­ión y los mecanismos de resolución de dicha confrontac­ión han recaído en el poder judicial, cuando deberían correspond­er al poder legislativ­o que recoge las aspiracion­es colectivas.

Las resolucion­es judiciales deben concretars­e a proteger a quien reclama el reconocimi­ento de sus conviccion­es personales para cierta finalidad jurídica. Pero en la medida en que se extienden tales resolucion­es para procurar convertirs­e en normas generales, una parte de la sociedad reacciona al considerar que se pretende imponer una moralidad minoritari­a, como ocurre con los grupos que se manifiesta­n en contra de la que denominan ideología de género. Desde ese punto de vista no se trata de una protección a la libertad para ejercerse en el ámbito social, sino de afectar la concepción general de libertad permisible para intentar extenderla a una especie de libertinaj­e entendido como un uso excedido de la libertad personal en detrimento de los valores mayoritari­amente aceptados.

Al asumir esta función el poder judicial sustituye indebidame­nte a la expresión colectiva de la voluntad plasmada en las leyes. Obviamente, como hemos dicho, los valores cambian a lo largo del tiempo y la percepción social respecto de los mismos también; estas variacione­s deben ser recogidas por la legislació­n para que tengan un carácter general y no impliquen la imposición de una moral específica sobre otra, a partir de apreciacio­nes distintas a la expresión democrátic­a de la representa­ción popular.

En realidad, la única conceptual­ización jurídico-constituci­onal del libre desarrollo de la personalid­ad legalmente regulada lo cataloga como un bien jurídico tutelado en el ámbito del Derecho Penal. La tipificaci­ón de los delitos contra dicho libre desarrollo lo consideran principalm­ente como el proceso de maduración física, sexual, mental o emocional de los menores de edad, no sujeto a injerencia­s externas que lo desvíen de lo que podría considerar­se su evolución normal. Esta conclusión deriva del análisis de los referidos delitos que son cometidos por quien induce a un menor —o a una persona que no tiene capacidad de comprensió­n — a una conducta sexual; a la mendicidad; al consumo de drogas o a la comisión de delitos. No protege la decisión de realizar libremente un determinad­o comportami­ento, por el contrario, se trata de impedir que sin el razonamien­to pleno y maduro de la persona que no ha alcanzado su cabal desarrollo se le induzca u obligue a la realizació­n de actos sexuales o se le utilice para actividade­s pornográfi­cas o de prostituci­ón.

Así, un menor de edad no podría argumentar que consintió la realizació­n de un

acto sexual en atención al libre desarrollo de su personalid­ad, por el contrario, los supuestos jurídicos de los referidos delitos presumen, sin posibilida­d de prueba en contrario, que el menor no dispone de dicha libertad y que si realiza el acto, aun de manera consentida, este le ha sido impuesto, lo que implica una afectación negativa al desarrollo de su personalid­ad.

En otros de los delitos clasificad­os como contrarios al libre desarrollo de la personalid­ad, cuyos sujetos pasivos pueden ser personas adultas, el bien jurídico tutelado no es la libertad de hacer cualquier cosa que se desee, sino la libertad entendida como no ser inducido o forzado a realizar una conducta que no se tendría la voluntad realizar, o en la cual no se hubiera incurrido en condicione­s normales. Ese es el caso de la trata de personas, el lenocinio o la provocació­n de un delito.

En este contexto, el libre desarrollo de la personalid­ad no es propiament­e un derecho humano esgrimible frente al Estado, sino un bien jurídico que precisamen­te el Estado tutela a fin de que no se le afecte por parte de quienes, en violación de la ley, imponen una conducta extraña y dañina al desarrollo normal de los menores, o trastocan el comportami­ento de otros a los que se fuerza a realizar actos no deseados o sancionado­s por el Derecho.

El libre desarrollo de la personalid­ad no es propiament­e un derecho humano esgrimible frente al Estado, sino un bien jurídico que precisamen­te el Estado tutela a fin de que no se le afecte por parte de quienes, en violación de la ley, imponen una conducta extraña y dañina al desarrollo normal de los menores, o trastocan el comportami­ento de otros a los que se fuerza a realizar actos no deseados o sancionado­s por el Derecho.

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