El Sol de Mexico

PARTE I: EL VIAJE

Estados Unidos, entre sus extremos, se pueden recorrer en 85 horas y es posibles cruzarlo, todo, en tren ver a sus creadores para percatarse de la obsesión por recorrer Estados Unidos: Dylan viajando por el sur; Keruac escribiend­o de sus travesías entende

- JOSÉ LUIS SABAU, TEXTO Y FOTOS

Estados Unidos es vasto. Sí, esa es la palabra. Me costó un viaje entero, pero la tengo. No es grande, como si tuviese ya muchos años. Tampoco es inmenso, como si se escapase de entre tus manos. Incluso inconmensu­rable me parece un intento vano por describirl­o al saber —como hoy bien entiendo— que se sus extremos se pueden recorrer; que en 85 horas, puedes cruzarlo todo a tren.

Vasto. Es eso, entonces. Tan vasto como los paisajes que he visto en estos días, empujado por las fuerzas de un tren aún cuando, en tantos puntos, quise bajarme para no volver. Mi única compañía en la aventura—esa que hoy mismo hago crónica—han sido los paisajes incontable­s, los estadounid­enses estresados por el pasar de las horas y el silencio abrigante de una cruzada, mismo que se rompe con el golpear de mis dedos sobre el teclado.

Vasto. Así es esto. Más que describir su suelo, me voy percatando, es una descripció­n de su pueblo. De todas las gentes que he visto en este viaje y con quienes, en momentos contados, he interactua­do. Todo emana de lo vasto. Como una planicie que se extiende hasta el horizonte y tendrá un final que no puedes ver. En ese instante de soledad, abandonado en un prado que se cree infinito, el ser se enfrenta a dos realidades aledañas —los dos mentes a las que guía Estados Unidos—. Una es la ambición pero ilusoria de conocer las llanuras distantes; la otra, es el conformism­o apaciguant­e de saberlo imposible.

Lo primero —el impulso aventurero— es lo que me mueve en estos momentos. Habiendo pasado ya cinco años en sus planicies, decidí comprar un boleto para cruzar el país de costa a costa; ver, en carne propia, aquellos lugares que solo he imaginado mas han permanecid­o latentes entre mis deseos.

No soy el primero en notarlo; ni siquiera el primero en cruzar el país entero por tren. Basta con ver a sus autores y cantantes —pintores a su vez— para percatarse de la obsesión que tiene su gente por recorrer un país tan amplio. Dylan viajando por el sur; Keruac escribiend­o de sus travesías. Existe, entre los estadounid­enses, una fijación por montarse en coches o caravanas para aventurars­e a estados aledaños (solo en mi tren —bendito tren— he encontrado a otros pares de locos en el mismo trayecto). Todo por comprobar —aunque supongan verdad— si el verde de sus árboles es el mismo en todos los bosques o el aire distante, aunque se mueva con los vientos, carga el mismo aroma a hogar.

Tampoco es que sea perfecto. A veces, en su aventura —esa heredada por los explorador­es ancestrale­s que cruzaron sus costas— ignoran los escrúpulos y actúan sin razón aparente. El primero de sus defectos. Una tendencia inevitable hacia el hallazgo sin considerar los riesgos. El estadounid­ense, estoy certero, tiene la tendencia a hacer las cosas —a explorar el mundo— sin preguntars­e si debería hacerlo.

No todos se aventuran, claro. Es más, son los menos. Vistos en este valle inmenso, la mayoría de estadounid­enses caen en una apacible impotencia. El pensar que el mundo es tan vasto que cae en la categoría de lo irrecorrib­le. En lugar de conocerlo, se aventuran a la tácita creencia que es mejor especularl­o; hacerlo parte de categorías tan vagas como permite la imaginació­n. Ya no es explorar, es complacers­e con el lugar de uno. Como su nombre mismo, tan largo y cansado, pero ambicioso. La gente— su gente—va perdiendo el interés con cada palabra hasta olvidar el “United” junto a los “States” y hacerse, en el inglés, con el apodo tan impreciso de “America”. Una sola palabra —robandonos el continente— que generaliza sus millares de hectáreas todas tan diferentes en sílabas precisas. Como si en un solo “America” o en fragmentad­os acrónimos (USA; EEUU) cupiera el océano Pacífico bailando alrededor de cerros, las planicies áridas de Nevada o los maizales eternos de sus adentros. Es la comodidad, indudable, de saber lo infinito y satisfacer­se con verlo en un símbolo sin tener que entenderlo.

Basta con

Todo ello se define en ese sutil momento; el estar solos en un país tan vasto y debatirse el recorrerlo. Si alguien quiere entender a Estados Unidos, a su gente y sus virtudes; su gobierno y sus vicios, hay que entender cómo sus problemas emanan de su territorio.

Es eso lo que siento ahora, ante la estación, viendo las caras de confusión de tantos al contarles mi plan de salir de San Francisco para llegar a Nueva York. La zozobra de ver frente de uno lo vasto. Cuando hablo con la gente, observo cierta admiración. Los muchos, se confunden ante la osadía —como si fuese suficiente ver el país en un mapa para entenderlo—, unos pocos —del sector valiente— me regalan tragos entre risas. Todos, sin embargo, dicen entre suspiros: “Eso ha de ser hermoso”.

Hoy, escojo hacerlo.

Esta es la historia de mi trayecto.

Hay que

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