Al borde del precipicio
La vida rutinaria es la que nos acontece todos los días desde nuestro nacimiento. La vida rutinaria es inconsciente, es decir, ocurre todo el tiempo sin que nos demos cuenta de ella. La vida rutinaria es eso que nosotros llamamos como “lo normal” o “lo cotidiano” y el riesgo de esta vida rutinaria es que, como no sabemos que existe, la damos por buena, es decir, para nosotros es bueno o normal que lo que está mal sea parte de nosotros. ¿Y qué es eso que está mal o por qué si la vida rutinaria nos ocurre a todos y en todo momento la condenamos; acaso no es normal vivir así? En resumidas cuentas, vivir mediocremente y sin consciencia nunca será bueno. Vivimos mediocremente, rutinariamente, porque nunca se nos dijo que había otra forma de existir, pero también porque nunca nos detuvimos a hacernos la pregunta correcta. ¿Cuándo llega a su fin la vida rutinaria? Simple, cuando morimos o también cuando un hecho repentino y portentoso se nos presenta para romper con nuestra realidad, con nuestra mediocridad.
Blaise Pascal, filósofo y científico del siglo XVII, llevaba una vida rutinaria de la que era inconsciente hasta que un hecho repentino y portentoso rompió con su cotidianidad. Pascal era de ascendencia noble, por lo que todas sus necesidades materiales estaban resueltas, y quizás fue gracias a esta suerte, además de su mente superdotada, que pudo dedicarse con profusión a sus estudios, introduciéndose al mismo tiempo en una vida rutinaria y monótona en la que si bien obtuvo cierto respeto, distaba mucho de conquistar la trascendencia. Pascal destacó en las matemáticas desde niño y cuando llegó a su vida adulta mejoró sus postulados en las ciencias de los números, mejoró, además, sus relaciones públicas, materialmente lo tenía todo y era respetado como intelectual, pero, a pesar de todo esto, su existencia transcurría en un constante estado de depresión, de la cual ni siquiera su vida medianamente religiosa lo salvaba.
El año de mil seiscientos cincuenta y cuatro fue crucial para Pascal. Desde su adolescencia había comenzado a participar en un movimiento cristiano llamado jansenismo, sin embargo, su fe, más que certeza era imitación. Pascal tenía entonces treintaiún años de edad, era de noche y daba un paseo con amigos en un carruaje tirado por caballos. No se sabe por qué, pero cuando los caballos atravesaban un puente perdieron el rumbo y se desbocaron, los dos corceles del frente cayeron hasta una oscuridad sin fondo, mientras que el resto de los caballos, así como el carruaje, permanecieron colgando sobre el ignoto abismo. Pascal y sus acompañantes sobrevivieron, sin embargo, ese contacto con la muerte fue el fin de su vida rutinaria.
Las razones de su supervivencia, Pascal se las atribuyó a la voluntad divina. Ya habíamos mencionado que su fe no era del todo genuina antes del percance en el puente, pero conforme fue meditando en ella fue adoptando matices vivos y certeros. Pascal se estaba transformando, aunque no tenía claro el actuar de su transformación. La vida rutinaria quedaba atrás para dar paso a una vida de fe que a pesar de su religiosidad no abandonaba, ni mínimamente, su pensamiento científico, y así, en una noche del mismo año en el que casi muere en aquel puente, Pascal tuvo una revelación, una epifanía que ocurrió, más o menos, entre las 22:30 horas del lunes veintitrés de noviembre, hasta las 0:30 del martes, es decir, Pascal había permanecido en estado de gracia durante dos horas y al volver a su cuerpo, queriendo dar testimonio de ello, dejó transcrito su éxtasis que, palabras más, palabras menos, dice así: «Fuego. Certidumbre alegría certidumbre sentimiento alegría paz. Alegría alegría alegría lágrimas de alegría».
El éxtasis, revelación o epifanía de Pascal quedó registrado por su propia mano en un pequeño papelito que hoy se conoce como “Memorial” y que fue descubierto después de su muerte dentro de un bolsillo secreto que él mismo hizo en el forro de su abrigo. Sobre esta experiencia es necesario apuntar que la vivencia del éxtasis no depende del grado de fe del individuo, es más, podría ser incluso que la revelación le ocurriera antes a un ateo que a un creyente, pues ésta va más allá de la competencia humana, siendo decisión única de la voluntad divina. En resumidas cuentas, si creemos o no en lo sagrado es algo que no interesa.
La obra principal de Pascal sobre la experiencia de la fe lleva por título “Pensamientos”. De esta colección de aforismos es el número doscientos setenta y siete uno de los más consabidos, pues a la letra dice: «El corazón tiene razones que la razón no conoce». Con esto Pascal nos quiere dar a entender que si Dios existe es algo que nosotros como personas mortales, imperfectas y entregadas a la vida rutinaria no podemos saber, por lo que sólo contamos con la fe para vivir cada uno de nuestros días, pero no “vivir” en el entendido de despertarnos, trabajar y volvernos a dormir, sino “vivir” en tanto que tenemos la posibilidad de hacernos conscientes de quiénes somos, qué cadenas nos han sido impuestas y cuáles son las posibilidades que tenemos para alcanzar nuestra libertad. Entre tener fe o no, dice Pascal, es mejor siempre tener.