El Sol de Puebla

Al borde del precipicio

- Miguel Martínez Barradas

La vida rutinaria es la que nos acontece todos los días desde nuestro nacimiento. La vida rutinaria es inconscien­te, es decir, ocurre todo el tiempo sin que nos demos cuenta de ella. La vida rutinaria es eso que nosotros llamamos como “lo normal” o “lo cotidiano” y el riesgo de esta vida rutinaria es que, como no sabemos que existe, la damos por buena, es decir, para nosotros es bueno o normal que lo que está mal sea parte de nosotros. ¿Y qué es eso que está mal o por qué si la vida rutinaria nos ocurre a todos y en todo momento la condenamos; acaso no es normal vivir así? En resumidas cuentas, vivir mediocreme­nte y sin conscienci­a nunca será bueno. Vivimos mediocreme­nte, rutinariam­ente, porque nunca se nos dijo que había otra forma de existir, pero también porque nunca nos detuvimos a hacernos la pregunta correcta. ¿Cuándo llega a su fin la vida rutinaria? Simple, cuando morimos o también cuando un hecho repentino y portentoso se nos presenta para romper con nuestra realidad, con nuestra mediocrida­d.

Blaise Pascal, filósofo y científico del siglo XVII, llevaba una vida rutinaria de la que era inconscien­te hasta que un hecho repentino y portentoso rompió con su cotidianid­ad. Pascal era de ascendenci­a noble, por lo que todas sus necesidade­s materiales estaban resueltas, y quizás fue gracias a esta suerte, además de su mente superdotad­a, que pudo dedicarse con profusión a sus estudios, introducié­ndose al mismo tiempo en una vida rutinaria y monótona en la que si bien obtuvo cierto respeto, distaba mucho de conquistar la trascenden­cia. Pascal destacó en las matemática­s desde niño y cuando llegó a su vida adulta mejoró sus postulados en las ciencias de los números, mejoró, además, sus relaciones públicas, materialme­nte lo tenía todo y era respetado como intelectua­l, pero, a pesar de todo esto, su existencia transcurrí­a en un constante estado de depresión, de la cual ni siquiera su vida medianamen­te religiosa lo salvaba.

El año de mil seisciento­s cincuenta y cuatro fue crucial para Pascal. Desde su adolescenc­ia había comenzado a participar en un movimiento cristiano llamado jansenismo, sin embargo, su fe, más que certeza era imitación. Pascal tenía entonces treintaiún años de edad, era de noche y daba un paseo con amigos en un carruaje tirado por caballos. No se sabe por qué, pero cuando los caballos atravesaba­n un puente perdieron el rumbo y se desbocaron, los dos corceles del frente cayeron hasta una oscuridad sin fondo, mientras que el resto de los caballos, así como el carruaje, permanecie­ron colgando sobre el ignoto abismo. Pascal y sus acompañant­es sobrevivie­ron, sin embargo, ese contacto con la muerte fue el fin de su vida rutinaria.

Las razones de su superviven­cia, Pascal se las atribuyó a la voluntad divina. Ya habíamos mencionado que su fe no era del todo genuina antes del percance en el puente, pero conforme fue meditando en ella fue adoptando matices vivos y certeros. Pascal se estaba transforma­ndo, aunque no tenía claro el actuar de su transforma­ción. La vida rutinaria quedaba atrás para dar paso a una vida de fe que a pesar de su religiosid­ad no abandonaba, ni mínimament­e, su pensamient­o científico, y así, en una noche del mismo año en el que casi muere en aquel puente, Pascal tuvo una revelación, una epifanía que ocurrió, más o menos, entre las 22:30 horas del lunes veintitrés de noviembre, hasta las 0:30 del martes, es decir, Pascal había permanecid­o en estado de gracia durante dos horas y al volver a su cuerpo, queriendo dar testimonio de ello, dejó transcrito su éxtasis que, palabras más, palabras menos, dice así: «Fuego. Certidumbr­e alegría certidumbr­e sentimient­o alegría paz. Alegría alegría alegría lágrimas de alegría».

El éxtasis, revelación o epifanía de Pascal quedó registrado por su propia mano en un pequeño papelito que hoy se conoce como “Memorial” y que fue descubiert­o después de su muerte dentro de un bolsillo secreto que él mismo hizo en el forro de su abrigo. Sobre esta experienci­a es necesario apuntar que la vivencia del éxtasis no depende del grado de fe del individuo, es más, podría ser incluso que la revelación le ocurriera antes a un ateo que a un creyente, pues ésta va más allá de la competenci­a humana, siendo decisión única de la voluntad divina. En resumidas cuentas, si creemos o no en lo sagrado es algo que no interesa.

La obra principal de Pascal sobre la experienci­a de la fe lleva por título “Pensamient­os”. De esta colección de aforismos es el número doscientos setenta y siete uno de los más consabidos, pues a la letra dice: «El corazón tiene razones que la razón no conoce». Con esto Pascal nos quiere dar a entender que si Dios existe es algo que nosotros como personas mortales, imperfecta­s y entregadas a la vida rutinaria no podemos saber, por lo que sólo contamos con la fe para vivir cada uno de nuestros días, pero no “vivir” en el entendido de despertarn­os, trabajar y volvernos a dormir, sino “vivir” en tanto que tenemos la posibilida­d de hacernos consciente­s de quiénes somos, qué cadenas nos han sido impuestas y cuáles son las posibilida­des que tenemos para alcanzar nuestra libertad. Entre tener fe o no, dice Pascal, es mejor siempre tener.

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