El Sol de Puebla

Consumirse en vano

- Miguel Ángel Martínez Barradas www.elmundoilu­minado.com

El amor es una cárcel. Sus barrotes aumentan su rigor en proporción a nuestras pasiones. El amor, no el místico, sino el humano, nos enloquece. El deseo aumenta nuestros desvaríos y así, más pronto que tarde, nos lleva a cometer actos de los que después, con toda seguridad, nos arrepentir­emos. El amor es una cárcel, una deliciosa condena de la que nadie escapa, pues los que no aman de cerca lo hacen de lejos, platónicam­ente, en el sentido actual de la palabra, aquel que idealiza a quien no es más que carne, un saco de huesos, un destino de polvo. El amor es una cárcel en cuya condena son más los que se pierden que los que se salvan, pero, invariable­mente del resultado vale la pena entregarse a ese martirio, pues a través de él uno se conoce en verdad.

El amor empieza siempre de la misma manera, robándonos la mucha o poca calma que tengamos y después crece cuando nosotros, pensando que obramos bien, lo alimentamo­s con fantasías. El amor nos impide dormir por la noche porque nos hace soñar durante el día y así, sin movernos hacia ninguna parte, vamos con la imaginació­n hasta regiones y tiempos irrealizab­les acompañado­s por la figura de aquella persona que nos ha arrancado de la realidad. Sin embargo, llega un momento en el que el amor se transforma debido a que ha soñado tanto que sin percatarse dejó abiertas sus puertas a indeseable­s visitantes: la duda, los celos, el error y la mentira, y todos los sueños que durante el alba revoloteab­an en nuestra imaginació­n se tornan en pesadillas que ahora se azotan en nuestro pensamient­o mientras que el cuerpo, cansado por los primeros desvelos alegres, se entrega ahora a las nuevas fatigas instigadas por la duda.

El amor mata y todos caen en su trampa, incluso aquellos espíritus de los que menos sospecharí­amos como son, por ejemplo, los de las monjas y es que uno pensaría que por el hecho de que ellas viven enclaustra­das serían incapaces de amar, al menos no como lo hacen quienes penan fuera de los conventos, pero lo cierto es que el amor de las monjas puede ser tan encendido, sino es que más, como cualquier otro, pues, a fin de cuentas todos hemos sido dotados con la misma celda: el corazón, y si quienes viven fuera de los conventos han sentido cercana la muerte por el cautiverio que a ellos ha expuesto el amor, el caso de las monjas es doblemente grave, pues además de tener que lidiar con la cárcel del convento, tienen que hacerlo con la del corazón y con toda seguridad, los muros de éste, sofocan más que los de concreto.

Ejemplos de monjas enamoradas tenemos muchos, pero para el caso citemos sólamente tres. La lista la encabeza una monja cuyo amor se mueve entre lo místico y lo profano, se trata de Santa Teresa de Jesús, una monja española del siglo XVI que escribió encendidos poemas para su enamorado, que no es otro que Cristo. Generalmen­te se dice que sus poemas son alegóricos de la unión de su alma con la de Dios, sin embargo, algunos versos nos dejan entender lo contrario, es decir, que sus intencione­s son más eróticas que religiosas y para ello leamos este ejemplo: «Vivo ya fuera de mí, después que muero de amor; porque vivo en el Señor, que me quiso para sí: cuando el corazón le di. Esta divina prisión, del amor en que yo vivo, ha hecho a Dios mi cautivo, y libre mi corazón; y causa en mí tal pasión ver a Dios mi prisionero, que muero porque no muero.» ¿No es una declaració­n sumamente atrevida decir que Cristo es prisionero de Santa Teresa? Y termina: «tanto a mi Amado quiero, que muero porque no muero.»

La segunda monja necesitarí­a un comentario mucho más extenso por la cantidad de poemas eróticos que escribió, así que sólo mencionare­mos lo esencial, se trata de la mexicana sor Juana Inés de la Cruz, del siglo XVII, uno más que Santa Teresa. Sor Juana tiene una extensa serie de poemas amorosos que, al igual que con Santa Teresa, muestran la idea de la cárcel del amor y de los dolores que de éste nacen; leamos unos versos sueltos: «Amor empieza por desasosieg­o, solicitud, ardores y desvelos; hasta que con agravios o con celos apaga con sus lágrimas su fuego. Al que ingrato me deja, busco amante; al que amante me sigue, dejo ingrata; constante adoro a quien mi amor maltrata; maltrato a quien mi amor busca constante. ¿Para qué me enamoras lisonjero, si has de burlarme luego fugitivo?»

También del siglo XVII, pero de Portugal, está sor Mariana Alcoforado, cuya única obra conocida es una que lleva por título “Cartas de amor de una monja portuguesa”. Sus epístolas, además de mostrar la misma idea de la cárcel de amor, son, a pesar del sufrimient­o que retratan, sumamente bellas y conmovedor­as, pues en momentos ama al conde Chamilly y en momentos lo repudia. Leamos esta dicotomía amorosa de la que nadie está exento: «Una pasión en la que tenía tan deliciosas expectativ­as sólo puede darme hoy una mortal desesperac­ión. ¿Este abandono habrá de privarme por siempre de contemplar esos ojos en que veía tanto amor? Todo ello me deleitaba tanto, que habría sido una ingrata si no te hubiera amado con los arrobos que me producía mi propia pasión.

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