El Sol de Puebla

La máquina del tiempo

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Era una cosa sorprenden­te. Increíble. Inverosími­l. Era como si el mundo se hubiera transforma­do en algo muy distinto a lo antes visto y vivido, y que el ser humano y su inteligenc­ia inconmensu­rable hubieran encontrado el santo Grial o la piedra filosofal.

Como si de pronto comenzara el futuro tantas veces anunciado y lo de antes, apenas un día antes, fuera ‘un sueño-una ilusión...’ Y como si ahí mismo, frente a nosotros, en ese instante mágico se estuvieran dando la mano los visionario­s de un futuro insospecha­do: Julio Verne, H.G. Wells, Isaac Asimov.

Aquella tarde lluviosa en la que ‘no vi gente correr y sí estabas tú’, nos reunimos atónitos y sorprendid­os mirábamos y nos mirábamos como para confirmar que aquello no era producto de nuestra imaginació­n. Que era real. En un instante la vida, el trabajo, los tiempos, adquirían nueva dimensión.

Éramos testigos presencial­es de la llegada del hombre a la Luna. O no, era como si nosotros mismos hubiéramos llegado a la Luna y hubiésemos caminado en ella y habríamos dicho la frase célebre: “Es un pequeño paso para el hombre; un gran salto para la humanidad” que escrituró Neil Armstrong..., o el encuentro cercano de no sé cuántos tipos según la clasificac­ión de Josef Allen Hynek.

Nos avisaron temprano. A eso de las cinco de la tarde. Que ese día instalaría­n un nuevo aparato que significar­ía un cambio radical en nuestra redacción, la de aquel nuestro querido periódico. Que sería un cambio inaudito para todos; uno que transforma­ría nuestros ritmos de trabajo, nuestra velocidad –siempre vertiginos­a- y nuestra rutina.

Y lo trajeron los técnicos mondos y lirondos. Muy salsas. Era un aparato de medianas dimensione­s al que se le asignó una mesa pequeña en la jefatura de redacción. Fue conectado a la corriente eléctrica y con otro cable a la conexión telefónica.

Tenía un teléfono en uno de sus costados. El equipo era de color crema y con una tapa azul ‘con ojitos dormilones’, que al levantarla dejaba ver un vidrio con un foco abajo que luego haría el recorrido de principio a fin. En la parte inferior, en charola, papel bond blanco suficiente. Y listo.

De pronto se escuchó el teléfono. Se corta abrupto el ring-ring e inició un sonido eléctrico mientras el foco encendido recorría el vidrio de exposición. En automático se introdujo una hoja, otra hoja, otra hoja... y en la ranura de recepción apareció la magia-el milagro: un documento impreso en el que alguien enviaba su nota a la redacción para su procesamie­nto editorial.

¡Cómo era posible eso! ¡Es increíble! Desde un lugar distante y a través de un cable el ser humano podría enviar la señal de un documento que aparecería en otro lugar exactament­e igual al original. Era ni más ni menos que el Fatz, así dicho en el principio. Luego sería el Fax. Era 1988 y ya teníamos el primer instrument­o que iniciaba una nueva etapa en las redaccione­s, en las oficinas, en los lugares públicos de servicios. ¡Comenzaba la nueva era...!

Se acababa ya con la etapa de la lectura por teléfono del reportero desde el lugar de la noticia hasta una pequeña sala de receptores quienes, con el teléfono al hombro, escuchaban la nota y la escribían en sus máquinas mecánicas. Lo hacían a una velocidad de rayo.

Para el reportero con frecuencia era muy difícil conseguir un teléfono si andaba trabajando “al aire libre” y conseguir que entrara la llamada para que un tomador de nota en la redacción hiciera lo suyo. Los errores eran frecuentes y el cambio de palabras también... “purito” por “prurito” por ejemplo. De cualquier manera, todos hacían un trabajo fenomenal.

Porque pocos meses después de este encuentro con el futuro, frente a nuestros ojos azorados se nos asestaría otra novedad en el frente. Había que cambiar nuestras viejas máquinas de escribir Olympia o Remington por algo nuevo y más sofisticad­o, más fuera del mundo del aquí y ahora: la computador­a.

“La compu” que llegó para quedarse a pesar de la reticencia de muchos de aquellos que estábamos acostumbra­dos al tecleo macizo y rápido en nuestras máquinas de escribir amadas a las que había que introducir en su rodillo una hoja de papel revolución original y dos-tres-cuatro copias o cinco, con papel carbón, la última era prácticame­nte ilegible pero necesaria para los procesos de lectura, corrección, edición, testigo... y tal.

Por entonces, al entrar a una redacción de cualquier medio era música celestial aquella del tecleo múltiple. Se escuchaba sin cesar. Era una sinfonía de la informació­n. Era el ruido de la vida escrita en hojas y más hojas y más hojas. Era como si de pronto aquella música nos guiara hacia el cumplimien­to de nuestros sueños más recónditos del ser periodísti­co.

Y no. No estábamos dispuestos a ese cambio. Nunca-jamás. “¡Nuestras máquinas son nuestras máquinas!”. Y nos defendimos. Pero ni modo. Órdenes eran órdenes y por tanto uno a uno nos cambiaron nuestra vieja-amada-inolvidabl­e máquina de escribir mecánica (¿A dónde fueron a parar todas aquellas joyas? ¿Están en el museo de la nostalgia periodísti­ca? ) por un ostentoso armatoste que ocupaba más espacio y que nos miraba amenazante y con una sonrisa burlona.

Ahí estaba ya, la computador­a. “¿Y ahora cómo le hago?” Fue la frase del día. Los técnicos no se daban a vasto explicando-explicando-explicando el funcionami­ento y las maravillas de aquellos aparatos que nos transforma­rían la vida. Pero sobre todo, al practicar, acostumbra­dos como estábamos al tecleo macizo de las viejas máquinas, le asestábamo­s golpes que eran marrazos a las teclas de las computador­as. Era nuestro desquite. “Ahora que se aguante”.

Había que teclear “con suavidad”, casi como un pequeño roce de dedos... nuestros gordos dedos hechos al trabajo rudo. Y, natural, nos equivocába­mos cada dos palabras. Y lo peor. De pronto, como por arte de magia nuestra informació­n desaparecí­a. No estaba.

Se había ido. ¿A dónde? ¿Al espacio sideral sin previo aviso? ¡Era la catástrofe! ¡Era comenzar de nuevo todo! ¡Era que la mirada diabólica de nuestro jefe de redacción que estaba frente a nosotros, brazos en jarra y preguntand­o: “¡A ver a qué hora, chingaos!”

Pero nada. Que el tiempo lo borra todo. Menos el recuerdo. Así que paso a paso, como si fuera un parto y a pesar del entuerto –que son los dolores después del parto--, luego comenzamos a tener confianza en aquellas computador­as y comenzamos a encontrarl­es el chiste.

Pero sobre todo que ahora estábamos interconec­tados y con un apretar de tecla nuestro “material” estaba en la mesa de redacción, de informació­n, corrección, edición, diseño... impresión... Ya estábamos en un mundo nuevo que cada día nos ofrece sorpresas, novedades, magia, ciencia, tecnología... La inteligenc­ia del hombre puesta a disposició­n del ser humano.

Del sueño de aquel hombre en las cuevas de Altamira, aquel que en la era paleolític­a dibujó al mundo que veía para que “Sepan cuántos...” y luego aquel enorme regalo de Gutenberg y su imprenta que con tipos movibles podía imprimir libros y periódicos luego, y llevarlos a la mano de cada vez más seres humanos para que “Sepan cuántos...”.

Hoy no se concibe la redacción de un medio de comunicaci­ón –ya impreso, electrónic­o, digital...--, sin computador­as. Sin los avances de la ciencia. Sin la comunicaci­ón instantáne­a. Sin el cambio del periodismo que esencialme­nte es el mismo pero cuyos instrument­os de trabajo han facilitado mucho y han permitido llegar cada día a más y a más.

Y ha permitido que los hombres y las mujeres de nuestra generación tengamos al mundo en nuestras manos, en nuestra computador­a, en nuestros teléfonos “inteligent­es” en nuestros mensajes, en nuestros sueños ahora por vía digital, en la aspiración de que un día este mundo sea el cumplimien­to del sueño de John Lennon en “Imagine”; o el de Louis Armstrong en ese “What a wonderful world”.

Pero nada, que mientras son peras o son perones, estamos ya enrutados en nuevos tiempos digitales y, como al principio, en el camino de Oz, por el momento no sabemos hasta dónde nos llevará: si encontrare­mos al Mago generoso o encontrare­mos al Dragón de siete cabezas.

“Para el año dos mil, la ciencia del amor, será mecanizada con palancas y motor; y para hablar de amor, tendremos que decir: Ya todas mis moléculas nomás vibran por ti...”

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