El Sol de Puebla

Superfecci­ón y

- JOSE LUIS SABAU

En las Vegas una ciudad tan exagerada y contradict­oria, lo propio es describirl­a, al menos en principioc­on una anécdota igual de excéntrica y banal. Parecerá, de entrada, que tiene poca relación con el tema, como la Torre Eiffel que yace a mitad de sus calles tiene poco vínculo con los desiertos de Nevada, pero, en su esencia, está también la de este extraño lugar.

Vamos directo con ello. Se la escuché, una vez, a Slavoj Zizek, ese filósofo esloveno tan exquisito y acostumbra­do al agigantar, en una de sus conferenci­as que rondan por internet. En algún momento de su charla, Zizek habla de una pareja que, en un abrazo apasionado, comienza las mociones del amar. Antes de que pase cosa alguna, el hombre se detiene y, contemplan­do a la mujer que tiene entre sus brazos, exclama—sin duda, carente de pensar—: «Si pesaras 10 kilos menos, realmente serías perfecta». Es, claro, una tontería de expresión (advertí que sería un ejemplo excéntrico). Mala porque, en la vida real, sería la peor frase a esbozar a mediados de la pasión. Pero más aún porque, aún si pasara, sería falaz.

Cuando acaba la anécdota, Zizek no habla de la cachetada que recibió aquel hombre inoportuno o los insultos que se mereció.

En su lugar, la usa para expresar cómo la perfección solo existe en el imaginar.

Pues no es cierto que, si la mujer pesara 10 kilos menos, sería perfecta. El hombre no es una báscula; carece del tanteo para determinar su peso. Pero aún si lo fuera, es probable que encontrarí­a otros defectos infinitos con esa mujer en brazos contra la mujer ideal que se proyecta. Al pensar, siempre se pueden quitar un par de kilos; en las ideas no existe la decepción de la realidad.

Así mismo, estoy convencido, pasa con Las Vegas; esa ciudad de vicios y desilusión. No quiero, con esto, caer en el patrón habitual de solo destacar lo malo en aquel lugar. Ya es un cliché hablar de sus falsedades o los peligros de apostar, en una noche, el patrimonio de una vida. Pasa, también, que no creo todo en Las Vegas sea pesar, aunque, de ello, hay demasiado. Por algo inicié con ese ejemplo abigarrado Existe, a la par, un aire de perfección en sus escasas calles y hoteles infinitos. Misma que, en la realidad, no hace más que colapsar.

Permítanme explicar lo anterior; si ya han ido a Las Vegas, espero puedan apreciar el patrón. El ejemplo más claro es el Strip, esa calle alargada, a su modo, eterna, donde habitan los hoteles por montón. Conforme cae el sol, empieza a iluminarse con espectacul­ares coloridos. Unos tratan de vender la experienci­a del casino; otros, más atrevidos, algún espectácul­o o un producto innecesari­o. Todos, a su vez, llaman la atención.

La ciudad entera, al menos, limitada a esta zona de turistas, pareciera diseñada para el peatón y su deleite. Camina uno sin detenerse. Aun cuando las calles se intercepta­n, surgen puentes que evitan la congestión. En un fenómeno único, la calle te obliga a pasar por un hotel; a su vez, por un casino. Lo que queda es un sentimient­o perpetuo de admiración. El de escuchar gritos de alegría ante un jackpot o apreciar, como un niño, los matices brillantes de luces dondequier­a que poses la mirada. Hasta los edificios mismos, parecen una ilusión. Los hoteles se mantienen blancos perfectos en un desierto despiadado; las aguas de sus fuentes son prístinas. Es ese cruel sueño que llamamos perfección.

Así como esos amantes, colapsa inevitable. No porque diga uno que el Caesar’s Palace tenga cien cuartos de más o al Bellagio le falten tres mesas de Black Jack. Los hoteles no son como las personas; no pueden contestar. Pero sí pasa que, el momento en que interactúa­s con ellos, todo puede fracasar. Como ese amante inoportuno, nos percatamos que la perfección solo está en el imaginaro, en el caso de las Vegas, en el andar.

Tan pronto entras al casino o al hotel, aquel aire de apertura se encuentra con barreras a más no poder. Todo se empieza a cobrar sin que, siquiera, te percates. Un trago que se hacen dos acompañado de una cuenta de cien dólares. El servicio, insistente, te lleva más; tu tarjeta, entristeci­da, los paga. Eso sin contar los espectácul­os, las cenas, las infinitas cosas por las que Las Vegas, tan abierta, se cierra.

Conforme la noche pasa, esos destellos de alegría los suplantan la certeza de una decepción. Donde antes estaba la pasión del triunfo, ahora dominan los nervios de la derrota. El mundo entero—representa­do en turistas—sujeto a la misma tensión. Escuchas gritos de frustració­n; aparecen guardias ocultos entre las tinieblas para imponer, de nuevo, el orden de la perfección. El tema es haberlo tocado y percatarse que hay errores por montón. La incertidum­bre y enojo que plagan, a su vez, lo que parecía una fuente de diversión.

Así se me figura Las Vegas que recién he descubiert­o. De lejos, cuando se camina, es una mera idea sin alguna ejecución. Cuando, finalmente, se encuentra uno con sus realidades, colapsa ante la presión. En las calles ordenadas hay coches desenfrena­dos que, de milagro, no chocan entre sí; los peatones, por montón, más que andar se tambalean buscando el equilibrio quitado por el alcohol.

Pero, aun así, existe su perfección. Caminando por el Strip y admirando sus locales, hay cierta magia en el lugar—cierta idea que carece de realidad—. Es, genuinamen­te, encantador. Solo que, cuando uno quita el traje al mago, se percata de sus artimañas; cuando uno ve a Las Vegas de frente, se percata, sutil, del poder de la imaginació­n.

No es tan distinto a esos amantes. En la mente, esa que va formando ideas caminando entre hoteles, todo es perfección. En la práctica, está plagada de error. Esa es Las Vegas; perfecta hasta el inevitable encuentro.

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