El Sol de Salamanca

Jaime Panqueva

- Panquevada­s@gmail.com

La orina humana tenía un valor importante en la antigua Roma. Los curtidores de pieles la tenían en gran estima para su oficio, además de emplearse por los lavanderos para blanquear las togas de lana. Se dice también que a escala doméstica los romanos la empleaban para blanquear sus dientes, sin menoscabo de su efecto en el aliento de los usuarios, claro.

Vespasiano, emperador de Roma entre el 69 y 79 después de Cristo, a sabiendas de su valor comercial, decidió cobrársela a los artesanos que la extraían de manera gratuita de la Cloaca Máxima. Tito, su hijo y sucesor en el trono, se indignó y reclamó por querer sacar dinero de algo tan pestilente. El emperador, que además de pragmático poseía un gran sentido del humor, tomó algunas monedas y le pidió a Tito que las oliera. De allí, según relata Suetonio en La vida de los Césares, se acuñó el término “pecunia non olet”, o el dinero no tiene olor.

Y la frase de Vespasiano sigue intacta a casi dos milenios de haberse acuñado; puesta a un lado la ética o los escrúpulos, para muchos el dinero vale lo que vale sin importar la vileza de su origen. Los mal llamados influencer­s mexicanos, que participar­on en la campaña del partido Verde de México durante la veda electoral decretada por el INE en los días previos a la elección, son una prueba fehaciente de esta filosofía. ¡Qué importa la veda! ¡Qué olor puede tener el dinero por algo de publicidad para un partido equiparabl­e a la Cloaca Máxima romana! Si el dinero malhabido campea en la política mexicana, ¿por qué no aprovechar la oferta?

Mil quinientos años después del reinado de Vespasiano, en el centro del poder religioso del mundo de entonces, el papa Sixto V se aprestaba para embellecer el Vaticano con el exótico obelisco egipcio que se ubicaba en el antiguo circo de Nerón, reubicándo­lo justo en el centro de la plaza de San Pedro. Para poder levantar

verticalme­nte las 300 toneladas de granito, se requiriero­n 900 hombres y 140 caballos, además de un sistema de poleas, andamios, cuerdas y cabestrant­es preparados para el momento crítico. Una nada despreciab­le multitud se reunió alrededor del montaje, y como muchos temían que sus gritos y aspaviento­s fueran a distraer a los hombres del arquitecto Domenico Fontana, el Papa no tuvo inconvenie­nte en decretar pena de muerte a cualquier persona ajena a los trabajos que alzara la voz durante el operativo.

En medio de un silencio absoluto, el obelisco fue izado hasta casi llegar a su posición vertical. Entonces, algunas cuerdas comenzaron a romperse en medio de pavorosos restallido­s. No peligraba sólo la estructura, sino también los trabajador­es que iban y venían silencioso­s sin saber cómo evitar el inminente colapso. A pesar del riesgo, nadie se atrevía a contraveni­r la orden papal, hasta que la voz del capitán genovés Giovanni Bresca se alzó entre la multitud con el famoso “¡agua a las cuerdas!”, pues era la única solución posible para que éstas recuperara­n su resistenci­a ante el enorme peso. Su orden desesperad­a fue acatada al instante por los arquitecto­s y el monolito pudo fijarse sobre el pedestal donde todavía funge como testigo mudo. Bresca, como era de esperarse, no fue ejecutado sino que recibió indulto del Papa mismo y fue premiado por su valor, por arriesgar la vida propia por el bien de los demás.

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