El Sol de San Juan del Río

El mal del siglo, agravado por Sísifo

- Betty Zanolli bettyzanol­li@gmail.com @BettyZanol­li

A menos de cinco meses de que se lleve a cabo la jornada electoral en nuestro país, la lucha por el poder resulta deplorable. Los niveles de la discusión son cada vez más pedestres y vanos, vejatorios e indignante­s para una sociedad que luchó tenazmente por lograr el arribo de la democracia, pero a la clase política esto le tiene sin cuidado: la ciudadanía no representa contrapeso alguno y menos sus necesidade­s.

Baste una revisión mínima de los contenidos emitidos por los distintos protagonis­tas, para darse cuenta de la falta de seriedad y compromiso frente al pueblo, lo que prueba que en México no existe un régimen de partidos políticos auténtico ni mucho menos moral. Lo que tenemos es un engendro amorfo que se clona a sí mismo, un mutante cromático, cuyos vástagos pertenecen a la misma entidad progenitor­a y son consubstan­ciales a ella y entre sí. De ahí la envidiable capacidad de adaptación de la mayoría de los que ingresan a este mundo maquiavéli­camente disforme: los camaleónic­os chapulines que nacen en un partido, saltan luego al vecino, continúan en el opuesto, fundan uno nuevo más adelante retornando al originario que les dio cobijo, hasta terminar incursiona­ndo en las hoy llamadas candidatur­as independie­ntes. Éste es el panorama que enmarca a la desaforada diáspora partidista que tiene lugar ante nuestros ojos: ausencia de programas políticos, valores y sobre todo ideales como resultado fehaciente de la nula convicción y mística de quienes aspiran a ocupar algún cargo de representa­ción popular. Por eso la mayor parte de la ciudadanía se siente en la orfandad y no sabe por quién votar. Como heredero ilustre del santanismo decimonóni­co, nuestro sistema político es un bloque único, a pesar de sus facetas aparenteme­nte distintas. Es como si fuera la Santísima Trinidad, la suma compacta de todas las opciones políticas formando parte de un mismo ente enteléquic­o: el Monopartid­o del Poder, sustrato que subyace como fondo a una aparente lucha por el relevo o perpetuaci­ón en aquél. Disputa partidista que deviene en patética arena de grotescos contrastes. Contienda de comparsas que se hacen patiños mutuos en pos de un objetivo común. Lucha electoral a partir de un interminab­le desfile carnavales­co multicolor en el que el escarnio hace acto de presencia al evidenciar inclemente, uno a uno, los deslices del adversario, lo mismo reales que creados a partir de una perversa posverdad. Sin embargo, lo delicado del momento que vivimos es que de la comedia pasamos a la tragedia y el escenario se tiñe de una creciente agresivida­d entre los contendien­tes, sea inculcando temores entre la población o haciendo un manejo criminal de la violencia verbal como arma lesiva para destruir al contrincan­te. Esto, para una democracia real sería inadmisibl­e, porque más allá de la guerra vana, sainética, de dimes y diretes, todo discurso de campaña que fomente el odio social entre los correligio­narios de uno y otro grupo es criminal e irresponsa­ble, digno del poema infernal de Rimbaud, máxime cuando los partidos lo toleran y fomentan y la autoridad, fallida, no actúa. Chateaubri­and legó a la posteridad un concepto: mal du siècle, al referirse a esa melancolía y tristeza que detonaba la crisis de valores y creencias que enfrentó Europa en el siglo XIX. Hastío que reflejarán autores como Baudelaire en lo sucesivo. Sí, “el mal del siglo” que parece ahora reactivado en una de sus cepas más virulentas y que, por lo visto, es endémica de la sociedad humana, aquélla que se manifiesta Los camaleónic­os chapulines que nacen en un partido, saltan luego al vecino, continúan en el opuesto, fundan uno nuevo más adelante retornando al originario que les dio cobijo, hasta terminar incursiona­ndo en las hoy llamadas candidatur­as independie­ntes. en quienes padecen del sentimient­o colectivo poderoso de desamparo, frustració­n, desencanto, escepticis­mo, respecto de un sistema político decadente, fracasado, que vive de la simulación y que nunca logró llegar a ser. Sí, vacío poderoso que nos estremece, cuando constatamo­s cómo nuestra propia identidad se desdibuja y con ello nuestro proyecto de Nación. Mal del siglo, ahora agravado por el síndrome de Sísifo del que están contaminad­os, cundidos, nuestros pseudo políticos. No desde la perspectiv­a de lo absurdo humano a la que nos remitió Albert Camus, sino desde la óptica de la que nos ilustró Tito Lucrecio, en su obra De rerum natura, durante la República romana: el Sísifo que busca alcanzar el poder a costa de lo que sea, comprendid­o el engaño. Lo que no sabe es que su lucha es estéril porque nunca lo podrá alcanzar, pues por más que eleve la roca a la cima, ésta caerá siempre sobre él, solo que a su ambición nada la llena y está condenado a sostener una lucha sin fin, eterna, porque enfrenta el vacío que dimana del poder. ¿Tiene cura? Solo para quien regrese a su verdadera esencia, a su prístina humanidad, por algo el gran Nicolás Guillén en su poema “El mal del siglo”, clamó: Este siglo egoísta / nunca ha sabido de quimeras cándidas, / ni de ilusiones, ni de empeños nobles: / este siglo se arrastra. / Estos hombres de ahora sólo piensan / en el oro, que enfanga / todas las limpideces de la vida / y todas las alburas de las almas. / Señor, ya nadie sueña; / Señor, ya nadie canta.

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