Jorge Vargas Sánchez
EL BAÚL
El albañil llegó a tierras remotas a trabajar. Más solo que cuando nació, sin conocer a nadie, obligado a hablar un idioma desconocido y a vivir según otras costumbres, logró al fin emplearse en la construcción. Pero pronto la adversidad le cayó encima y se quedó sin trabajo. Los ahorros que con tantas dificultades había logrado, porque lo echaron cuando empezaba a conocer el valor real de otra moneda, subsidiaron los primeros días de incertidumbre. Y para no caer en la angustia que provoca la desgracia, comenzó a buscar hasta debajo de las piedras alguna opción laboral que por lo menos le garantizara la comida diaria. Pero no la encontró. En el lindero de la exasperación echó mano del último recurso: sus creencias religiosas, y decidió escribirle una carta a Dios.
En el trajín diario que suponía tanta correspondencia como había entonces en esa ciudad, a los empleados postales les llamó la atención el destinatario de la pieza postal que tenían frente así. Se quedaron confundidos. Era la primera vez que debían de entregar una carta con esas características. Los administradores del correo tomaron la decisión que consideraron más conveniente, y ordenaron a los empleados entregar la misiva en la embajada.
Al embajador también le sorprendió la carta. Iba a destruirla, pero lo tentó la curiosidad y entonces la abrió. La primera lectura le sugirió que se trataba de una broma. Volvió a leerla y decidió contestarla, metió en el sobre 90 dólares, no los 120 solicitados y envió la pieza al correo.
El albañil deambulaba por la pequeña habitación que rentaba, ensimismado en resolver de un solo golpe el problema que lo angustiaba, y estaba por decidir volver a su patria cuando recibió la respuesta. Maravillado y más converso que nunca, porque siempre había dudado de que los milagros fueran posibles, a pesar de su fe, se sentó a escribir la respuesta, y la depositó en el servicio postal.
Los empleados postales y sus directivos arrugaron las cejas cuando encontraron la segunda misiva. Era igual que la primera, con el mismo remitente y con el mismo destinatario, y la enviaron igualmente al embajador. El diplomático se confundió más que la primera vez, pero abrió el sobre y leyó la respuesta. Decía: “Señor Dios: sabes cuánto me alegra que me estés ayudando, y sabrás perdonarme por dudar de los milagros. Sabes Señor, que yo te devolveré el dinero en cuanto tenga, sólo te pido un favor: La próxima vez no me mandes el dinero con el embajador, porque me ha robado 30 dólares”.
La maravillosa anécdota fue una de tantas curiosidades que escuchaba el auditorio del programa “Imagínese”, que era transmitido con determinada periodicidad en la XEW, cuando esa radio-estación era emblema del siglo de oro de la radiodifusión mexicana.