Aquel 24 de marzo
era jueves. Hace exactamente 29 años, muy de mañana, nos habíamos trasladado a la Ciudad de México, a la Funeraria Gayosso de Félix Cuevas 810, en la Colonia del Valle de la Delegación Benito Juárez de la Ciudad de México.
La víspera, cuando ya la noche se encumbraba, surgieron en arrebato imparable, los rumores primero, incredulidad después y al final la confirmación tajante de que el candidato del PRI a la presidencia de la República Luis Donaldo Colosio había sido objeto de un atentado con arma de fuego en un lugar de Tijuana conocido como Lomas Taurinas. Los noticieros de radio y televisión desplegaron todas sus baterías para la cobertura de la información. La imagen del arma homicida disparada a escasos centímetros del parietal derecho del candidato presidencial daba cuenta clara de la dimensión del atentado al concluir un desordenado mitin con viento polvoso, música de banda a todo volumen y ausencia evidente de una estrategia de seguridad en el lugar.
Ya muy entrada la noche, en el Hospital de Tijuana un lívido pero enhiesto Liébano Sáenz trepado en una silla dio el anuncio oficial de que el licenciado Luis Donaldo Colosio había fallecido.
Reinaban estupor, desasosiego e indignación. Se hablaba ya de un detenido, Mario Aburto quien presuntamente habría sido el autor del disparo. Después habría de ser detenido Othón Cortez, chofer, a quien se señaló como autor de un segundo disparo. “Esto es Shakespeare”, musitó Octavio Paz comparando el crimen con las trágicas obras del gran dramaturgo inglés. Había tristeza y murmullos. Hasta muy entrada la noche los corrillos de familiares y conocidos poblaban bares, cantinas y viviendas donde las televisiones y los radios encendidos daban cuenta, reiteradamente del asesinato del candidato. Desde el asesinato de Álvaro Obregón en La Bombilla, el 17 de julio de 1928, no había ocurrido nada igual.
Al culminar labores, al filo de la 1 de la mañana, el gobernador Enrique Burgos García me pidió que temprano fuera a la Ciudad de México para vernos antes del mediodía en la Funeraria Gayosso de Félix Cuevas. Llegué ahí con Héctor Luna que era Director Operativo de la Coordinación de Comunicación Social que yo encabezaba. Ahí nos encontramos con el gobernador Enrique Burgos.
Una multitud ocupaba la explanada de la funeraria. Adentro en una capilla del segundo piso se encontraban ya los restos del licenciado Colosio luego de haber estado temprano en la sede del PRI en las calles de Insurgentes Norte y Violeta en un evento en el que los gritos y reclamos de “¿Quién fue, quién fue?” opacaron el homenaje previsto al que asistió el presidente Carlos Salinas.
No fue fácil al gobernador
Enrique
Burgos entrar a la capilla y presentar sus condolencias a la viuda Diana Laura Riojas de Colosio. Con Héctor advertimos la indignación y la tristeza que campeaban en la extensa área de estacionamiento de la funeraria.
La explanada estaba ocupada por cientos de personas: billeteros, comerciantes, obreros, burócratas que se movían de un lado a otro gritando duras consignas, exigiendo justicia y expresando pesar por la muerte del candidato.
Rodeado de un pequeño grupo de seguidores asustados, vimos arribar a la explanada a Manuel Camacho Solís, quien al no ser el favorecido para la candidatura había protagonizado un insólito rompimiento con el gobierno, antes de ser enviado como Comisionado para la Paz en Chiapas, tras el levantamiento zapatista ocurrido dos meses y 23 días antes. A la entrada del edificio, entre tumultos, se le informó que no era bienvenido ante lo cual desandó con rapidez el camino hacia la calle siendo agredido física y verbalmente por la multitud que gritaba “¡Asesino!, ¡traidor!”.
En un impase, un hombre sentado en el marco lateral de una rampa para el estacionamiento subterráneo se agitaba y lloraba. De cuando en cuando extraía de su saco un pañuelo blanco con el que se enjugaba. A su alrededor dos escoltas inquietos parecían cuidarlo. Era Ernesto Zedillo Ponce de León, coordinador de la campaña de Luis Donaldo Colosio.
En un momento dado, los gritos de la multitud en la explanada volvieron a subir de tono: “¡No te queremos!”, “¡No queremos rollos, sólo justicia!”. Sin saco, con camisa blanca, el sujeto al que increpaban trepó al toldo de una Combi que estaba en el lugar. Y ahí habló –gritó- hasta que poco a poco se hizo el silencio. Prometió que se haría justicia y se iría hasta las últimas consecuencias “sea quien sea quien haya cometido este criminal atentado”. Dijo también que el legado de Colosio sería respetado y que los cambios por él anunciados se harían honrándolo a él y al pueblo que se los había planteado.
No habló mucho, pero convenció y trocó las lanzas en gritos de respaldo a sus dichos. El orador era Fernando Ortiz Arana, presidente nacional del PRI, quien al bajar de la Combi fue rodeado por seguidores que le pidieron, le exigieron, no dejar que se desmoronara el partido, y justicia para castigar al autor o a los autores del incalificable atentado.
Radio y televisión dieron cuenta de lo que ocurría en la funeraria a donde llegaban políticos de distintos niveles y partidos, de todos los estados de la República a presentar sus condolencias a Diana Laura Riojas.
Fue entonces cuando empezaron a surgir propuestas en varios estados para que Fernando Ortiz Arana fuera el candidato sustituto. Posteriormente, casi en la madrugada del día siguiente, Ernesto Zedillo fue ungido como el candidato presidencial del PRI y ganó las elecciones en 1994. Tomó posesión el 1 de diciembre, estrenando su administración con la crisis –“error de diciembre”- que detonó la última gran devaluación. Hoy, queda aún mucha bruma por aquietarse. Quizá no se aquiete nunca.
El domingo 6 de mayo de 1994 Luis Donaldo Colosio había despegado una renovada campaña con su discurso en el 65 aniversario del PRI en el Monumento a la Revolución. Ahí había planteado una profunda reforma para acabar con el autoritarismo en el gobierno; la aceptación de observadores extranjeros en las elecciones federales y el adiós a viejas prácticas del PRI; “es la hora del cambio, del crecimiento, del combate a los cacicazgos y del abatimiento de la desigualdad social”, había dicho. ¿Cómo habría sido su mandato de haber triunfado?, es una incógnita imposible de discernir.
En el rescoldo de aquellas horas difíciles queda la entrada de la nota de Bertha Becerra, de la OEM, quien quizá por azares del destino premonitoriamente anotaba en la edición del 7 de marzo de 1994: “Solo, desde lo alto de la tribuna, de frente al gigantesco monumento convertido en mausoleo, Luis Donaldo Colosio acaparó para sí ayer, durante 53 minutos, todas las miradas…”