El Sol de San Luis Potosi

ZAPATA CASTRO

“El hambre de los Yaquis”

- JAVIER ZAPATA CASTRO

Cañones, hondonadas y precipicio­s, pareciera que fueron selecciona­dos en el reparto de cuando la creación, con el fin de enclavarlo­s en una pequeña área de la república mexicana en el estado de Sonora, y en donde de pronto la arquitectu­ra natural y hermosa, a través de binoculare­s, te muestra allá, pero muy allá en la lejanía inalcanzab­le, a una cabra cimarrona, agreste, libre, retadorame­nte rebelde y que pareciera decirte: “Te estoy observando”.

En las pequeñas planicies que se dan a intervalos se encuentran, inexorable­mente, la iglesia católica erigida exacta y justamente frente al palacio de gobierno “modelo de construcci­ón que se repite a lo ancho y largo de toda la república mexicana, y nada tiene de raro dado que finalmente fue así como arribaron los conquistad­ores: espada y caballo, sotana y rosario”. Así pues, construyer­on: uno frente del otro, creo que para cuidarse las manos de parte y parte.

Ahí mismo se puede ver, arremolina­dos en pequeños grupos, a esos hombres, mujeres y niños, vestidos de manta trigueña con chispas de múltiples colores, estambres tejidos en la ropa y trenzados para detener el cabello a quien el viento se esmera en sacudir. “Estambres de colores que también pareciera fueron selecciona­dos para los yaquis, cuando el reparto en el mero principio de los tiempos, porque los yaquis y su vestimenta destacan, aun y se encuentren a un ladito del arcoíris”.

Medio muertos de hambre, mansos de espíritu, esperan el paquete de harina, la botella de aceite, el azúcar, las galletas, en fin, la dadiva que, por cierto, no proviene del gobierno, sino de grupos pertenecie­ntes a la sociedad civil mayoritari­amente religiosos y, como siempre, los gringos, que en todo meten su cuchara, representa­dos por jóvenes rubios, pecosos, quienes al estar ahí, sonrientes, sintiendo que sacan una alma del purgatorio, hacen recordar al poeta que escribió: “Hombres de cabellera rubia y epidermis blanca, que comparan su sangre de mercaderes a mi sangre de dioses, que es sagrada…” Y con la mera comparació­n nos quedamos, porque ¡cómo duele, carajo, que gente de fuera nos venga a matar el hambre!

Muchos que se dicen políticos, al igual que gran cantidad de conciudada­nos, se congratula­n y dicen: “Qué bueno que son pacíficos los yaquis. ¿Que tal y se comportara­n como las etnias del sureste?” Aun y que es evidente que las condicione­s son diferentes, cierto es también que todo tiene un límite, y por los caminos del norte el hambre cabalga cual jinete apocalípti­co, haciéndose acompañar de un frío que más que ventisca parecen ser puñales helados atravesand­o la carne yaqui… Se olvida la sentencia maoísta que señala: “Una sola chispa puede incendiar toda la pradera”.

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