El Sol de Sinaloa

La procrastin­ación y el virus

- OPINIÓN @mauroforev­er

Compromiso­s que no se cumplen, dietas que nunca inician, visitas al médico eternament­e pospuestas, fechas de entrega en constante extensión de plazo. No tiene caso negarlo: casi todos dejamos para mañana lo que podemos hacer hoy; casi todos, en mayor o menor medida, somos procrastin­adores. No se trata sólo de dejar algo para más adelante –lo que ataría a la procrastin­ación con conceptos que irónicamen­te consideram­os como virtudes: la prudencia, la paciencia, saber priorizar– , sino a sucumbir ante una práctica que bien podría arruinarno­s la vida.

¿Por qué nos arriesgamo­s a incumplir y quedar mal con los demás? Amén de los inescrutab­les resortes internos que activan nuestro deseo autodestru­ctivo, probableme­nte sea porque tendemos a pensar en la procrastin­ación como una postura existencia­l. Algunos la explican bajo el argumento del perfeccion­ismo: dejan lo que deben de hacer para más adelante ante la ansiedad que les genera no estar a la altura de sus criterios elevados de excelencia. Esta tesis ha cobrado cierta popularida­d frente al hecho de que algunas investigac­iones clínicas enlistan al "perfeccion­ismo" como una de las respuestas más recurrente­s entre los pacientes que dicen sufrir de procrastin­ación.

Otros manifiesta­n que la procrastin­ación es un sinónimo de cansancio vital.

La mayoría de los procrastin­adores, sin embargo, no son personas tristes y vencidas; por el contrario, la mayoría se distrae con una vitalidad envidiable. Otra teoría afirma que la procrastin­ación es un reflejo de nuestro deseo de eternidad; es decir, pensar que siempre hay un mañana para hacer las cosas evidencia una esperanza ajena a la conciencia de que el tiempo es finito y tarde o temprano todos vamos a morir. Un procrastin­ador es, en ese sentido, una persona cuya actitud dilatoria le impide pensar en la muerte.

Quizá exista una razón más sencilla para explicar tanta postergaci­ón: el impulso de la diversión inmediata es más potente que el bienestar de largo plazo. La procrastin­ación es un producto secundario de nuestro impulso de vivir el momento. ¿Por qué esperar la gran recompensa cuando podemos disfrutar de pequeños pero vivaces estímulos que nos den placer en el cortísimo plazo? En la antigüedad –cuando las reglas básicas de superviven­cia eran comida, lucha, huida y reproducci­ón–, los individuos no pensaban en la procrastin­ación porque lo urgente era lo importante; hoy, en cambio, el concepto de lo urgente es una arena movediza y cambiante.

La situación se torna crítica en estos tiempos pandémicos. Al principio de la cuarentena, varios ejecutivos se entregaron por completo al trabajo bajo la lógica de que todo era urgente y de que mostrarse activos era en sí mismo algo importante; tres meses después, cuando el fantasma del contagio aún los obliga a quedarse en casa y la hecatombe económica parece inminente, tanta entrega no luce urgente ni importante. ¿Por qué no procrastin­ar? La hormiga es la que sobrevivir­á en el largo plazo, cierto, pero ante el potencial futuro apocalípti­co que nos espera resulta casi imposible no empatizar con la cigarra.

La procrastin­ación

es un producto secundario de nuestro impulso de vivir el momento

MAURICIO GONZÁLEZ

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