¿Qué mujer no aceptaría competir,
Si acaso se le invitara, para obtener el honroso título de la mujer del año? Estoy cierto que a más de alguna sería nominada por su hermosura física, por sus proporciones ideales, y posiblemente de muchas hasta harían calendarios, para deleite de quien sa
Estoy cierto que a más de alguna sería nominada por su hermosura física, por sus proporciones ideales, y posiblemente de muchas hasta harían calendarios, para deleite de quien sabe apreciar la belleza femenina, en todo su esplendor y su magia.Tal vez serían candidatas a esa distinción por ser emprendedoras, porque dan trabajo a muchas personas, negocian con proveedores, obtienen ganancias en el mercado bursátil, y son hábiles administradoras de sus negocios, pequeños o grandes. Lo que evidentemente es muy meritorio, en este mundo diseñado por y para hombres.
Quizás otras serían igualmente invitadas a participar en esa contienda por ser escritoras, poetisas, artistas, actrices laureadas, doctoras de Universidades prestigiosas, premios Nobel, viajeras incansables en la galopante y seductora globalización que tanto nos atrae, o por ser competitivas, capaces, inteligentes y sensatas. Agraciadas tanto por su belleza como por su vasta cultura, merecerían sin duda competir y ganar.
Y a algunas también, quizás en menor número, se les nominaría por ser políticas de altos vuelos, grandes oradoras, líderes de sus comunidades, dirigentes de partidos y de gobiernos, creadoras de infraestructuras sociales útiles para la comunidad donde viven, especialmente en sus estratos más vulnerables, apoyos invaluables en este mundo que con su aportación puede crecer más armónica y equilibradamente. Por lo que sería justo que también fueran invitadas a participar.
Pero hay otras mujeres que tal vez ni siquiera del concurso se enterarían, y aunque lo supieran, seguramente no serían convocadas al certamen.
Son las que no dan las proporciones para miss Universo, no han escrito libros, ni se han dedicado a la política, ni dirigen una empresa lucrativa y muchas de ellas tal vez ni siquiera fueron a la escuela. No son famosas, ni reconocidas, ni brillantes, pero con su esfuerzo cotidiano y rutinario, han hecho la diferencia.
Son las emprendedoras de su propio hogar, a las que abruma el quehacer de la casa, para muchos intrascendente; las que tienen dobles y triples roles pues además trabajan, atienden niños y maridos fatigados, saben de médicos, escuelas, uniformes y gastos para los que no hay nunca suficiente. Las que saben del Vaporub, el jarabe para la tos, la fiebre y la influenza.
Se debe sin embargo hacer aquí una aclaración muy importante: Sin duda muchas de las mujeres antes mencionadas también saben de todos estos afanes y desvelos, por lo que muchas veces ven multiplicados sus muy variados papeles en la vida cotidiana. Desde luego que eso no está a discusión. No obstante creo que se debería invitar también a aquellas otras a las que los reflectores no siguen y cuya importancia es a menudo olvidada por nuestra sociedad, que por desgracia gusta de crear íconos sólo para el consumo de los devotos del espejo social, merezcan o no ese privilegio.
Por eso afirmo que habría que convocar también a dicha competencia a todas aquellas mujeres que se levantan cuando todavía está oscuro, tarde apagan su lámpara y cuidan con devoción de su casa. Las que lavan los platos a mano pues no tienen un lavavajillas; las que tienden, y planchan la ropa de todos y además se dan tiempo para adornar sus mejillas como pueden, pues a veces hasta el cosmético les resulta prohibitivo. Las que comen con sus hijos, rezan con ellos y cuya familia es todo su corazón. Las que tal vez no estudiaron pero su educación es mucha porque su universidad ha sido la vida misma. Y sienten gratificante hacer todo eso que finalmente constituye su propia recompensa.
Deberíamos invitar a aquellas mujeres para las que no hay días festivos; las que se quitan el mandil para correr a alcanzar el micro que las llevará al trabajo rutinario, las que enseñan por un salario pobre, porque su escuela es humilde; las que siembran nuestros campos, en medio del día y el calor y no saben del aire acondicionado. A nuestras sirvientas, nuestras enfermeras, nuestras religiosas, las mujeres humildes, las que separan con pena cosas del supermercado porque no les alcanzó el dinero que llevaban y caminan con aquellas pesadas bolsas que doblan su cuerpo pero jamás doblegarán su espíritu.
Aquellas mujeres para quienes la tecnología no ha llegado todavía, ignoran lo que es Internet o cómo se maneja una app, un smartphone o Facebook, pero aún llevan a sus hijos a la escuela, son incansables, esforzadas y admirables, mujeres sencillas que, cuando no reconocemos su valía, acabamos por no desconocernos a nosotros mismos.
Una cosa es cierta. Al final del día habremos de aceptar que todas las mujeres son igualmente bellas, porque son la magia y el misterio a través del cual es definida nuestra misma naturaleza esencial, y por ello constituyen “la mejor parte de nuestras vidas”. Y por ello deberían, sin distingo alguno, concursar, ganar y ser coronadas, cada una, como “la mujer del año”.
Pero todos los años de su vida. Y de la nuestra también.
“…el hombre está puesto, donde termina la tierra; la mujer, donde comienza el cielo…”
Víctor Hugo.