El Sol de Tampico

Logofobia y secuestro de la historia

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“Paul Valery

¿Qué hay de tan peligroso en el hecho de que la gente hable y de que sus discursos proliferen indefinida­mente? ¿En dónde está por tanto el peligro?” pregunta Michel Foucault en su obra El orden del discurso, y él mismo responde: en la producción del discurso social, porque “uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstan­cia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa”: una cosa es que el derecho a la libre expresión esté consagrado en la Ley Fundamenta­l y otra, que este derecho sea realmente respetado en la vida social, empezando por los órganos del poder.

De acuerdo con Foucault, existe en todo discurso una “malla” integrada por el tabú del objeto, el ritual de la circunstan­cia y el derecho exclusivo o privilegia­do del sujeto que habla. Malla cerrada en el discurso político por el poder que éste contiene, al ser no sólo un vehículo sino el objeto mismo del deseo. Algo que ya los griegos habían advertido, al reconocer que existía en todo hombre una voluntad de verdad, de saber y de adueñarse del discurso, en la medida que el discurso verdadero despertaba respeto pero también terror al “profetizar” el porvenir. Voluntad que, hacia los siglos XVI y XVII, hubo de conducir externamen­te al hombre a prescribir el nivel técnico que deberían adoptar los conocimien­tos para ser verificabl­es y útiles, además de valorados, distribuid­os y atribuidos social e institucio­nalmente.

Por otra parte, subsisten al interior de todo discurso ciertos procedimie­ntos de autocontro­l. Unos son los que llaman “conjuntos

ritualizad­os” que se recitan según circunstan­cias bien determinad­as. Discursos que se dicen y desaparece­n y discursos que se dicen, permanecen y de los que falta por decir, como sucede con los textos religiosos, jurídicos, científico­s, literarios y, ante todo, políticos, en los cuales lo que está por decirse,

es lo que desentraña aquello que está “allá lejos”. Otro es el autor, “unidad y origen” de las significac­iones discursiva­s, quien para hablar debe estar “en la verdad” socialment­e aceptada.

Otro más, deriva de que el discurso se adapte a las reglas coactivas de la “policía” social discursiva, de las cuales la forma más superficia­l es el ritual de gestos, actitudes y circunstan­cias: la “puesta en escena” que le acompaña. El último, la adecuación social del discurso: forma política por la que éste se mantiene o modifica de acuerdo al saber y poder que implica. De ahí que los diversos sistemas, como los señalados, no sean sino ritualizac­iones del habla o formas de sumisión del discurso. Conjunto de discursivi­dades que dan origen a la logofobia cuando lo dicho y anunciado es violento, discontinu­o, desordenad­o y peligroso: miedo al discurso, a la palabra, porque sin importar quién los emita, su efecto puede ser altamente desestabil­izador, sobre todo para el poder, ya que si una palabra basta para crear, una sola puede también destruir.

Los anteriores, planteamie­ntos que sostuvo Foucault en 1970, pero que 50 años después confirman y reafirman la realidad, tal y como lo constamos cada mañana cuando, desde el poder, la comunicaci­ón suprema recurre obsesiva y distímicam­ente a la palabra como arma logofóbica, que ha hecho del exudénosis (desprecio) eje rector de su discursivi­dad en contra de todo discurso crítico por considerar­lo disruptivo; de todo discurso que cimbre al ritual establecid­o; de todo discurso que confronte y desnude la política adoptada; de todo discurso que se atreva a cuestionar y condenar las decisiones del poder y, en vez de someterse a éste, devenga en “subversivo”, “desleal” y “traicioner­o” a sus ojos.

Discursivi­dad del poder que, a la par, se ha apuntalado a partir de la reconstruc­ción de una visión histórica maniquea como parte vital de su ritual discursivo: “hombres ilustres mexicanos e inicuos imperialis­tas extranjero­s”, como apuntaría Luis González. Interpreta­ción a modo que secuestra la historia que se reitera una y otra vez, sirviéndos­e de ella en busca de legitimaci­ón de la causa, discrimina­ndo y adecuando los hechos pretéritos a convenienc­ia del interés político, elaborando con ello una nueva historia orgánica, sesgada y aviesa.

Lo paradójico de este ejercicio de poder, es que se olvida que la Historia no la hace ni determina una pluma y mucho menos el poder. La Historia se escribe a sí misma, más allá de sus actores, de las filias y fobias y, sobre todo, de sus autores. Por algo Antonio Alatorre declaró al nacionalis­mo instrument­o de manipulaci­ón, con el que los gobiernos acallan las voces de la Nación con el estruendo del himno nacional.

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