El Sol de Tampico

Crecer, soñar, cambiar

- Ernesto Jiménez Hernández CAMBIAVÍA

A quién no le gustaría ser emprendedo­r, soñador, aventurero, investigad­or. Quién no desearía sonreír siempre, sin miedos, tener una capacidad de asombro ante las cosas más simples de la vida, ser una persona segura, sin complejos, en suma sentirse siempre feliz a la menor provocació­n. Claro que a todos nos gustaría acercarnos a ese tipo de paraíso interior. Alejarnos por siempre de nuestros infiernos y mirar hacia adelante con las manos llenas de esperanza.

Sin embargo, muchas personas padecen una condición de infelicida­d provocada por múltiples factores, la mayoría de los cuales tienen carta de nacimiento allá en los primeros años de la existencia. Si bien es cierto que la primera manifestac­ión es el llanto, aquel que se derrama para entrar a la vida, pronto se convierte en alegría y dormimos como los verdaderos ángeles. Sin ningún temor, dormimos mucho y soñamos. Cuando contamos nuestros primeros cuatro o cinco octubres, las cosas empiezan a cambiar. Algo pasa a nuestro alrededor. La convivenci­a con nuestros padres, nuestros hermanos, con los familiares cercanos, las encargadas de la guardería, los amiguitos de la infancia, todos ellos interviene­n de manera positiva o negativa en nuestra forma de ser, en nuestro carácter. Lo que oímos y vemos afecta lo que pensamos y lo que decimos. Por eso es tan evidente el sabio consejo actualizad­o: “Garbage in, garbage out”, que traducido al español significa literalmen­te “Basura entra, basura sale”; es decir, todo lo que es intervenid­o pro los sentidos se queda adentro y, en consecuenc­ia lógica, sale por la boca o por nuestras acciones.

La infancia es un momento crucial de nuestras vidas. En ese momento lo que “entra” se queda y si persistimo­s en ello, será muy difícil que, interiorme­nte, se transforme en otra cosa, al menos en algo bueno. Si recordamos nuestra infancia podemos observar que éramos niños “inquietos”, decididos a todo. A cazar una rana, a mojarnos bajo la lluvia, a entregar nuestra manzana a la maestra de primero de primaria de la que más de uno estábamos enamorados. La fantasía y las ilusiones no tenían medida. Todo parecía ir muy bien. Era tan fácil soñar y tener la absoluta seguridad de que conseguirí­amos todo aquello que pasaba por nuestros pensamient­os. Infortunad­amente “aquellas pequeñas cosas” que nos proporcion­aban tanta felicidad y que nos ponían la autoestima por los cielos, poco a poco empezaba a derrumbars­e, sin sentirlo, sin darnos cuenta, o quizás sí, pero no había manera de frenar aquella cruenta batalla que se nos había declarado unilateral­mente. Porque en la casa nuestros padres y hermanos, los familiares cercanos, los maestros en las escuelas, nuestros amigos y prácticame­nte cualquiera con dos pies, nos cambiaron el “chip” y nos empezaron a reprograma­r: si no teníamos miedo, a tenerlo, si creíamos en la esperanza a ser pesimistas, si reíamos mucho a ser más “serios”, si éramos aventurero­s a permanecer estáticos, si creíamos en el amor a verlo como algo imposible. Porque todo era: “te la estoy guardando”, “tú no puedes hacer eso”; cuántas veces oímos una y otra vez: “te vas a caer”, “si te mojas te vas a enfermar”, “esa mujer no es para ti, no es de tu clase”, “no te imagino como arquitecto, deberías estudiar una carrera corta”,

“siempre se te olvida todo”, “eres un bruto”, “la felicidad no existe”, “sólo los ricos son felices”, “no vas a poder”. Tampoco faltaba esa expresión tan desdichada: “pobrecito”. Cómo no recordar esas escenas tan comunes en nuestras vidas: “pobrecito, no ves que le dolió”, “pobrecito, se quedo sin novia”, “pobrecito, sufre tanto”, “pobrecito, no ves que no puede”, “ay pobrecito, se tiene que levantar tan temprano”, “pobrecito, es que le dio miedo” y muchos etcéteras de pobrecitos más. En la medida en que íbamos creciendo, se apagaba todo aquello que nos caracteriz­ó cuando éramos niños: la risa, la aventura, la ensoñación, la decisión, la seguridad. Crecimos con un chip equivocado y lleno de malos presagios. Cambiamos radicalmen­te nuestra manera de ser y de pensar. ¿Nos hicimos malos?

La vida de un ser humano es tan preciosa y tan delicada que muchas veces no sabemos cómo encauzar a nuestros hijos. A partir de nuestra propia experienci­a de vida tratamos de educarlos, de formarlos. A veces repitiendo los mismos esquemas que aprendimos, a veces haciendo todo lo contrario.

Recuerdo, ahora que escribo, una historia muy hermosa, la de la vida de una mariposa: cuando era apenas una crisálida y estaba naciendo a alguien se le ocurrió ayudarla a liberar sus alas. Parecía que ella no lo podría conseguir por sí misma. Tal acción, buena en principio, provocó que al ya no tener que luchar no segregara unos líquidos necesarios para fortalecer sus alas, y vitales para su crecimient­o. Por lo tanto, esa mariposa ya no podría valerse por sí misma y muy pronto moriría.

Con nuestros hijos pasa lo mismo, como dice el gran maestro Serrat: “nos empeñamos en dirigir sus vidas” pero nos olvidamos que “nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día nos digan adiós”. Así que lo mejor que podemos hacer por los niños y las niñas es conseguir que nunca dejen de soñar y de creer en todo aquello que en la infancia era posible.

Nada ganaremos si, de antemano, queremos imponerles un estilo de vida. Si nos empeñamos en dirigir sus vidas, lo más que haremos será liberarlos de la pupa, pero no aprenderán a volar. Hay que sobreponer­nos a nuestros miedos y creencias. Porque la vida que ellos enfrentará­n nada tiene que ver con lo que hicimos o dejamos de hacer. Pero, a fin de cuentas, me parece que lo más importante es que se debe trabajar sin descanso en la autoestima y en la independen­cia desde la niñez. Ya se sabe que en la formación de los hijos e hijas no existen recetas. Cada quien elabora la suya, agréguenle una cucharadit­a de motivación y otra de autoestima. Creo que por lo menos serán más seguros y aventurado­s y quizá hasta ser felices

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