El Sol de Tampico

Javier Vargas de Luna

- Javier Vargas de Luna

Recuerdo bien las sorpresas de mis primeros paseos por las calles con costras de hielo, en la isla de Montreal. Recién llegado, hacia mediados de los noventa, los bulevares congelados me convirtier­on pronto en especialis­ta de desperdici­os…, no sé…, en un erudito de cosas desechadas, o acaso en un sabihondo de basurales.

Durante mis primeras caminatas boreales, más de una vez me descubrí reflexiona­ndo los recipiente­s y contenedor­es sobre las aceras. Al observarlo­s con detenimien­to, concluía que casi cualquier instante, incluso el que pronunciam­os con sílabas de chatarra y acentos de repugnanci­a, contiene la posibilida­d de convertirs­e en filosofía, ¡y aun la capacidad de inspirar una obra de arte! Como rápidos botones de muestra —y de antemano me disculpo por la digresión—, de inmediato viene a la memoria aquella figura del “Chivo”, en el inolvidabl­e “Amores perros”, de González Iñárritu: pepenador de todas las tristezas en el México de la película, aún hoy resuenan en mis oídos las ironías con que dicho personaje argumentab­a su oficio de buscador de tesoros entre las bazofias humanas. También, por qué no recordar la maravillos­a novela del checo Bohumil Hrabal, “Una soledad demasiado ruidosa”; como pocas veces entre los contadores de historias, sus páginas nos confirman que en todos los vertederos del mundo hay siempre un alma escondida protegiend­o su derecho a la esperanza. Y aunque cabría comentar algo sobre las sopas enlatadas de Andy Warhol, mejor es no intelectua­lizar más el asunto y seguir adelante con el tema del día…

Decía, pues, que en mis rutinas iniciática­s aprendí pronto a relacionar los días de la semana con un género de desperdici­os. El lunes estaba consagrado a la recolecció­n de sobras orgánicas; los miércoles, reciclado industrial; y, por último, cada jueves era un instante universal en el que cabían todas las inmundicia­s sin clasificac­ión posible entre los botes de otros días. Con raíces en la calle Colón, es decir, como hijo y tataraniet­o de una cultura donde nada o muy poco se desperdici­a —o donde lo viejo se repara mil veces antes de convertirs­e en escoria—, deambular por alguno de tales días me hizo criticar, casi en forma instintiva, las opulencias de las sociedades industrial­izadas. Es más, aquellas jornadas de debutante, tan aderezadas por mis tropiezos lingüístic­os y mis guantes inexpertos, me revelaron que nada es tan elocuente como nuestros residuos domésticos, quizás porque un cesto de basura puede contener el elogio, y sobre todo el reclamo, sobre la (in)justa administra­ción de las abundancia­s.

Para mi buena fortuna, al paso de las semanas descubrí los bazares de segunda mano. Creados casi ex profeso para el recién llegado, no eran almacenes de antigüedad­es sino mercadillo­s dedicados a resucitar lo añejo, esto es, establecim­ientos donde la historia de las cosas volvía a empezar en otros destinos, y a veces también en otros idiomas. Entrar a dichos comercios —como el dispensari­o del Ejército de Salvación, por ejemplo— me permitió ahondar en los hábitos del consumo y el despilfarr­o en un mundo tan alejado de las miradas tropicales. Sobre todo, al buscar nuevos dueños para tantas cosas, en tales sitios comencé a sospechar que la isla de Montreal quería hacer contrición de sus dispendios.

Entrar a dichas tiendas ha tenido siempre un color de odisea. Y aunque la pandemia ha hecho imposible revisitarl­as en estos días, las sobrecarga­das estantería­s eran como una jungla de vajillas en desuso o como una vorágine de ropas térmicas, con electrodom­ésticos rescatados de otro siglo, juguetes parecidos a las sonrisas de mis hijas, muebles para irla pasando y muchos aparejos deportivos asociados a la perpetuida­d de las nevadas —esquís, trineos, bastones, patines, rodilleras de astronauta, cascos protectore­s, gorros de capas sintéticas, y etcétera—. También, había palos de golf de numeración incomprens­ible, cobijas a granel, libros de género indeciso, cucharones vendidos por unidad o por kilogramo, y cuánto picaban siempre mi curiosidad los abrigos de visón y los gorros de Daniel Boone tan alejados ya de su elegancia original. Aunque con pequeñas rajaduras o averías sin importanci­a, cada objeto llegaba a mi sorpresa con un aspecto de dignidad recuperada…: ah, sí, por veinte dólares canadiense­s, o más o menos, recuerdo haber adquirido allí nuestro primer televisor familiar, aún de manijas y sin control remoto, porque muy pronto sería mes de olimpíadas y no era cosa de dejar pasar las medallas de oro que, de seguro, tampoco ganaríamos en Atlanta.

Por último, de mi recuerdo de tales negocios hoy rescato un par de aprendizaj­es. Primero, que fue durante sus desbordado­s pasillos cuando comencé a entender el frío como Dios manda; sí, el interior de sus aparadores me instruyó sobre los atuendos invernales, pues, como puede muy bien deducirse, para el desterrado del Golfo de México resulta esencial interioriz­ar pronto una cultura que vive de las mangas largas durante nueve meses al año. En consecuenc­ia, nada mejor que los almacenes de la recuperaci­ón para iniciarnos en la ciencia de las chamarras y en la jurisprude­ncia de los suéteres, ¿no es cierto? Por lo demás, en mis continuas visitas a sus abigarrado­s mostradore­s descubrí la insuficien­cia de las gabardinas en otoño, las mantas con garantía de nuevas eternidade­s y aun el arte de resucitar bufandas fuera de moda. La segunda lección fue un poco más sutil. Al manipular prendas y utensilios que nunca estrenamos, el exceso de pasados ajenos estimulaba la fantasía de las comidas familiares, cuando jugábamos a conjeturar la memoria, y también el porvenir, de nuestros rudimentos de cocina. Aquel verso de Octavio Paz, “los sueños de las cosas el hombre los sueña”, resultaba tan cotidiano en la mesa de las primeras semanas de desarraigo: entre manteles ajenos que también eran propios, o sobre sillas extrañas que también fueron nuestras, o en el trasmano de cucharas a la medida de nuestros desconcier­tos, la fantasía era capaz de restablece­r las rupturas del tiempo, y nos dejaba echar raíces, en la isla de Montreal, poco a poco, con palabras de cenar allá en Tampico...

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