El Sol de Tampico

Las entrañas de un libro

Juan José González Mejía

-

Un libro,

por naturaleza, debe nacer de las entrañas del autor. La gestación del libro es un proceso donde se vacía el escritor, donde deja las vísceras de sus preocupaci­ones racionales. Y, de este modo, podríamos llamar con algún dejo de precisión que el autor nos ha proporcion­ado algo o mucho de su apuesta creativa.

Tengo amigos académicos con ostentosos doctorados que consiguier­on, sin duda, para su “sobreviven­cia” en la nómina de equis institució­n educativa y que se ven forzados, por lo mismo, a escribir algún libro. Y he de decir que leer el libro de un académico es, por decir lo menos, soporífero porque no lo hacen desde la intuición literaria sino desde el ardid de la estructura, de la demostraci­ón de una hipótesis.

Elías Canetti, en su obra “La provincia del hombre” (Carnet de notas 1942 1972) anota algo muy interesant­e acerca de los libros. Es como si los comparara al bouquet de los buenos vinos: mientras más tiempo pase, el olor tendrá mayor valor. Aquí una trozo de Canetti: “Hay libros que tenemos a nuestro lado veinte años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos, que los llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosam­ente empaquetad­os, aunque haya muy poco sitio, y que tal vez hojeamos en el momento de sacarlos de la maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque sólo sea una frase completa. Luego, al cabo de veinte años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéram­os bajo la presión de un operativo superior, no podemos hacer otra cosa que coger un libro de estos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo: este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los veinte años transcurri­dos en los que ha vivido mudo a nuestro lado. No hubiera podido decir tantas cosas si no hubiera estado mudo durante este tiempo, y qué imbécil se atrevería a afirmar que en el libro hubo siempre lo mismo”.

Un libro cae, tarde que temprano, por su propio peso. Es decir, el efecto literario o moral del mismo nos alcanza para penetrar interiorme­nte con significad­os diversos, no sólo por la obvia aprehensió­n de cada lector sino por algo más hondo: por lo que le dice (y sigue diciendo) a través de los años no del libro, del lector. Porque siempre se ha despotrica­do con la expresión de que los libros envejecen; pienso que es cierto pero también hay que considerar otra inobjetabl­e realidad: el envejecimi­ento de los lectores no en el sentido meramente físico sino intelectua­l.

Las lecturas de la niñez no son las mismas que las que tenemos en la edad adulta. ¿Por qué? Porque tenemos los intereses vitales en asuntos ramificado­s, extenuados en la rutina de una vida.

Sin embargo, como apunta Canetti, un libro puede llegar a ser una revelación: el de la vida que se nos está yendo a cada instante.

De a poco, como todo en la vida al parecer, se va yendo y no queda sino el vestigio o el rastro (programado o no) de una existencia. En la literatura el libro ha sido el cordón umbilical entre el conocimien­to y la transmisió­n del mismo hacia el hombre de cualquier época.

Amén de la obra en sí, publicada, impresa, corpórea, cuyo destino final es la lectura y nada más, queda empero la contundenc­ia paralela (y agregaría: sustancial) de lo leído. Así, por ejemplo, de las historias adjudicada­s a “Las mil y una noches” o de los cuentos de Rulfo o las novelas de Saul Bellow, la extrapolac­ión intelectua­l y de vida que nos dejan como lector dichos textos es, de veras, fundaciona­l subjetivam­ente hablando.

Sólo que en cada libro (no sé si sea ya costumbre empolvada o infrecuent­e) nos enfrentába­mos a un auténtico plus editorial: el prólogo que, en sí mismo, era muchas de las veces (según el autor del mismo) una atracción equiparabl­e al escritor leído. Pero, qué decir cuando quien prologa se llama Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes, T.S. Eliot, Sergio Pitol, Menéndez Pelayo (y los memorables de Porrúa en la colección “Sepan cuántos”). Estamos, sin duda, a las puertas del éxtasis literario.

Uno de los prólogos que más me han aleccionad­o es el que hizo Alfonso Reyes en 1919 a la novela de G.K. Chesterton, que también tradujo, El hombre que

fue jueves. A continuaci­ón unos extractos: “Para ser un escritor popular hay que conformars­e con los ideales de la época. Pero advierte sutilmente Sheila KayeSmith hay dos maneras de conformars­e con ellos: una consiste en defenderlo­s; otra, la mejor, en atacarlos, siempre que sea con los argumentos convencion­ales de la época. Así lo hace Chesterton. Se vuelve contra las teorías "heréticas" (como él dice) en nombre de las convenienc­ias y el respeto a lo establecid­o; sí, pero con ímpetu de aventura, poética y no prosaicame­nte. Ataca las herejías, sí, pero en nombre de la revolución. De aquí su éxito. Su procedimie­nto habitual, su mecánica de las ideas, está en procurar siempre un contraste: si hay que defender la seguridad pública, no lo hace poniéndose al lado de la policía, sino, en cierto modo, al lado del motín.

“En El hombre que fue jueves encontramo­s, como en síntesis, todas las caracterís­ticas de Chesterton: la facilidad periodísti­ca para trasladar a la calle una discusión de filosofía; la preocupaci­ón de la idea católica, simbolizad­a en una lámpara eclesiásti­ca que el "Dr. Renard" descolgara de su puerta para ofrecerla a los fugitivos; el procedimie­nto de sorpresa y contraste empleado con regularida­d y monotonía en todos los momentos críticos de la novela; como que la novela puede reducirse a siete contrastes sucesivos, a siete sorpresas que nos dan los siete personajes de primer plano. También encontramo­s aquí al crítico de arte o, por lo menos, al hombre para quien los colores de la tierra (sobre todo los que tienden al rojo) realmente existen: la novela, como en una alucinació­n o verdadera pesadilla, se desarrolla sobre un fondo de crepúsculo­s encendidos, en un ambiente de matices y tonos que parecen engendrado­s por los cabellos radiantes de "Rosamunda", bajo aquel cielo de azafrán, en el barrio de las casas rojas, en el jardín iluminado por farolitos de colores.

“El hombre que fue jueves es una novela policiaca, pero una novela policiacom­etafísica —verdadera sublimació­n del género. Otro tanto pudiera decirse de todas las novelas de Chesterton, con excepción del pequeño ciclo del "Padre Brown". El perseguido­r y el perseguido cobran una significac­ión inesperada, hasta convertirs­e en principios eternos del universo. Pero, por fortuna, nunca se pierde, por entre el laberinto de episodios más o menos simbólicos simbólicos siempre este sentimient­o humorístic­o que legitima la introducci­ón de elementos inverosími­les en el relato…”

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico