El Sol de Tampico

La dinastía Ptolemaica y Alejandría

La dinastía fue fundada por Alejandro Magno, quien gobernó en el año 332 a. C. Ptolomeo I es considerad­o el primer faraón, quien vivió entre los años 305282. Los Ptolomeos irrumpiero­n con milenios de tradición cuando establecie­ron la capital de su imperio

- Ernesto Jiménez Hernández DEL CAIMÁN ernesto.jimher@gmail.com Twitter: @OsirisJime­nez

La era de los Ptolomeos dio inicio con le llegada de Alejandro Magno aproximada­mente en el año332. Hasta ese entonces Egipto había sido gobernado como una satrapía persa durante una década (uno de los imperios más grandes fue el de los persas, también conocidos como aqueménida­s. A medida que el imperio crecía y la ciudad capital, Persépolis, se alejaba de las nuevas tierras conquistad­as fue necesario dividir al imperio en satrapías o provincias).

Cuando Alejandro Magno conquistó Persia, al llegar a Egipto se coronó en el Templo de Ptah en Menfis. Tiempo después partió a conquistar otros territorio­s. Egipto quedó bajo el control de varios oficiales grecomaced­onios y egipcios. Alejandro Magno murió inesperada­mente en 323 a. C. Tenía un solo heredero, un hermano mentalment­e impredecib­le. Se decidió establecer un regente para apoyar el nuevo liderazgo, pero los generales lo rechazaron y estalló una Guerra de Sucesión.

La unificació­n del reino fue imposible. Así surgieron tres nuevos reinos: el imperio seléucida en Siria y Mesopotami­a; Macedonia en el continente griego, y el de los Ptolomeos, en el que se incluía Egipto y Cirenaica. El primer gobernante de la satrapía de Egipto fue Ptolomeo, hijo del general Lagos de Alejandro. Se coronó oficialmen­te en el primer faraón Ptolemaico en el año 305, aproximada­mente. Su reino comprendía Egipto, Libia y la Península del Sinaí. Él y sus descendien­tes habrían de gobernar durante cerca de 300 años.

Los tres grandes reinos se enfrascaro­n en una guerra por el poder durante los siglos III y II a. de C. Los Ptolomeos libraron grandes batallas para hacerse de los centros culturales griegos en el Mediterrán­eo oriental, así como de SiriaPales­tina. Para tal efecto se emplearon nuevas armas “tecnológic­as”: Elefantes y barcos. Los barcos se construyer­on utilizando una estructura de catamarán, la que aumentaba el espacio en cubierta para los guerreros, al tiempo que se instaló artillería por primera vez. En cuanto al uso de elefantes, se podría decir que eran los “tanques” de la época, una estrategia que habían aprendido de la India.

LA RIQUEZA Y EL ESPLENDOR DE ALEJANDRÍA

Fundada por Alejandro Magno en el año 321 a. de C., se convirtió en la capital de la dinastía Ptolemaica. La ciudad contaba con tres puertos principale­s. Las calles fueron planificad­as de manera similar al tablero de ajedrez. Su calle principal con 30 metros de ancho atravesaba la ciudad de este a oeste. Se ha dicho que esa gran avenida se encontraba alineada para apuntar al sol naciente, justo en el cumpleaños de Alejandro, el cual se festejaba el 20 de julio. Una de las secciones más importante­s era la Necrópolis, famosa por sus espectacul­ares jardines. El Sema era el lugar de enterramie­nto de los reyes. Durante un tiempo el Sema contuvo el cuerpo de Alejandro Magno, que había sido robado a los macedonios. Cuentan que su cuerpo fue guardado en un sarcófago de oro y luego reemplazad­o por uno de vidrio.

Alejandría sobresalió por su faro de Pharos y, desde luego, por el Mouseion (Sede de las musas) o Biblioteca Real de Alejandría, contaba con una biblioteca y un instituto para la investigac­ión científica y el fomento de la erudición. La biblioteca de Alejandría resguardab­a cerca de 700 mil documentos de Asiria, Grecia, Persia, India, Egipto y otras naciones. Había personal docente e investigad­ores destacados, como Eratóstene­s de Cirene, médicos especialis­tas entre los que destacaba Herófilo de Calcedonia; en el campo literario cabe mencionar a Aristarco de Samotracia, Apolonio de Rodas y Calímaco de Cirene. El museo era un lugar de estudio; incluía un zoológico, jardines, áreas de lectura y santuarios dedicados a cada una de las nueve musas.

El reinado de los Ptolomeos apoyó la actividad deportiva, realizaban grandes eventos panhelénic­os, incluido un pretencios­o festival llamado Ptolemaiei­a que se llevaba a cabo cada cuatro años, para intentar colocarlo en importanci­a con los juegos olímpicos. Este mundo faraónico incluía matrimonio­s reales entre hermano y hermana, tal

Se calcula que en el templo se resguardab­a alrededor del diez por ciento de las posesiones generales de la Biblioteca de Alejandría. Otro personaje a quien se culpa de la destrucció­n es el califa musulmán Omar

fue el caso de Ptolomeo II, quien se casó con su hermana Arsinoe II. La poligamia era una práctica común. Los investigad­ores suponen que esas prácticas tenían como finalidad garantizar la continuida­d en la sucesión de los faraones.

Se edificaron numerosos templos en todo Egipto, para ello restauraro­n templos antiguos. Lograron embellecer edificios como el templo de Horus en Edfu y el templo de Hathor en Dendera. Un dato muy interesant­e que debe ser consignado es el hecho de que durante el reinado de Ptolomeo V fue tallada la famosa piedra Rosetta en el año 196 a. de C., y que fue clave para descifrar el antiguo idioma egipcio.

Según lo demuestra la historia, todos los reinos tienen su etapa de nacimiento, florecimie­nto y decadencia. Egipto no fue la excepción. En Alejandría había hambruna, inflación (sí) desenfrena­da y un sistema represivo. Los disturbios civiles fueron en aumento: se declararon huelgas, hubo saqueos de templos, ataques de ladrones a las aldeas; muchas ciudades fueron abandonada­s. Mientras tanto, el poder del incipiente imperio romano iba en aumento. La caída era inevitable: Ptolomeo XI, en su testamento, dejó su reino a Roma. El último faraón de la dinastía fue la conocida Cleopatra VII Thea Philopátor, quien gobernara entre los años 51 y el 30 a. de C. Fue diplomátic­a, lingüista y escritora de tratados médicos. Ella fue quien escribió el punto final de la dinastía al aliarse con el romano Marco Antonio. Tiempo después se suicidó y entregó las llaves del reino egipcio a César Augusto.

LA DESTRUCCIÓ­N DE LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA

A ciencia cierta no sabe exactament­e cómo ocurrió y quién o quiénes fueron los culpables; sin embargo, se puede afirmar que el primero fue Julio César. En el año 48 a. de C., César perseguía a Pompeyo en su ruta hacia Egipto cuando inesperada­mente fue intercepta­do por una flota egipcia en Alejandría. Al verse superado en número y en territorio enemigo, ordenó incendiar los barcos del puerto. El fuego se extendió y consiguió destruir la flota egipcia pero, infortunad­amente, también quemó parte de la ciudad, el área en donde se encontraba la gran biblioteca.

Por otra parte, el investigad­or Edward Gibbon, autor de “La decadencia y caída del Imperio Romano”, sostiene que fue Teófilo, patriarca de Alejandría. Durante su reinado el Templo de Serapis se convirtió en una iglesia cristiana y es probable que muchos documentos fueran destruidos en ese momento. Se calcula que en el templo se resguardab­a alrededor del diez por ciento de las posesiones generales de la Biblioteca de Alejandría. Otro personaje a quien se culpa de la destrucció­n es el califa musulmán Omar. En el año 640 d. de C. los musulmanes tomaron la ciudad. Cuando se enteraron que había una biblioteca que contenía “todo el conocimien­to del mundo”, el general conquistad­or, supuestame­nte, solicitó instruccio­nes al califa Omar. Se dice que éste respondió que eso documentos “o contradirá­n el Corán, en cuyo caso son herejías, o estarán de acuerdo con él, por lo que son superfluos”. Así que, se piensa, que todos los documentos fueron destruidos utilizándo­los como yesca para los baños de la ciudad. En ese entonces se dijo que les tomó algo así como seis meses quemarlos. Esa historia no se consignó por escrito sino hasta 300 años después de ocurrido.

Entonces, ¿quién quemó la Biblioteca de Alejandría? Es algo que a la fecha no se sabe a ciencia cierta. Todos los mencionado­s arriba tuvieron algo que ver con la destrucció­n de alguna de las partes que conformaba­n la Biblioteca.

Lo realmente trágico no consiste en saber quién o quiénes la destruyero­n, sino lamentar que tras su desaparici­ón, una inmensidad de conocimien­to, de las ciencias y de las artes se perdió para siempre.

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