El privilegio de crecer
“…y los bendijo Dios y les dijo: crezcan y multiplíquense, llenen la Tierra…”
GÉNESIS, 1. 28
En la poderosa narrativa de la creación del hombre, Dios consuma su obra maestra infundiendo su aliento sobre un poco de tierra. “Hagamos dijo al hombre a imagen y semejanza nuestra”. Y enseguida le dio un mandato irrenunciable: crecer.
En el principio, sin la conciencia clara de su propia finitud, el hombre quiso conocer el pensamiento de su Creador. Desafiando su indudable contingencia, buscó convertirse en artífice de sí mismo, pretendiendo expulsar de él todo vestigio que le hiciera depender de otro. “Serás como Dios”, dice el Libro Santo que le sugirió su soberbia. Y desde entonces anda en búsqueda de sus raíces originales y su corazón estará inquieto hasta que las encuentre, según dice el filósofo.
Paradójicamente, al perder el hombre su filiación divina, ganó el privilegio de luchar por esa herencia que antes le había sido dada gratis: ahora debía crecer con esfuerzo, multiplicarse en medio del dolor y luchar siempre por ser más: ya no era el ser que soñó, ahora debería soñar quién quería ser. Y con esa señal como don magnífico, inscrito tenazmente en su corazón, debía ahora pelear para lograrlo, a pesar de las limitaciones que su recién descubierta contingencia le proporcionaba. Y se propuso hacerlo.
Desde sus remotos orígenes estelares, colocado en las orillas del oceáno cósmico, el hombre ha evolucionado hasta cierto nivel de inteligencia y raciocinio. Ha balbuceado su nombre en el universal concierto de las otras criaturas que no lo hacen conscientemente; ha descubierto la armonía de las leyes físicas que lo gobiernan casi todo; ha soñado con encaramarse en las galaxias para conocer su esencia y su destino y ha sido alucinado testigo del nacimiento una rosa frente al alba y de la vida en la infinita danza del cosmos.
Ha creado, ante su silencioso asombro, muchas cosas maravillosas aunque a veces lo haga para destruir lo que antes creó; se ha proporcionado a sí mismo lo que necesita para sobrevivir aunque con ello ponga, por su desmesura, en juego la propia supervivencia; y gracias a su ingenio ha construido sofisticados mecanismos que le impulsan a seguir progresando y ser él mismo –en palabras de Theilard de Chardin– el eje y la flecha de su propia evolución. Y ha crecido, aunque en ese crecimiento lleve implícito el inexplicable misterio de morir sin antes haber nacido del todo. El mandato divino está ahí, para ser descubierto por cada hombre que nace con el ineludible deber que el vivir conlleva.
Todos crecemos de tal manera que podamos reconciliarnos y estar en paz con nuestros sueños. El investigador callado que en su torre de marfil asombrado encuentra mundos insospechados que están en espera de ser descubiertos; el oscuro e ignorado labrador que escudriña la tierra para arrancarle sus secretos; el sabio que traza rutas certeras para el destino común de la humanidad; el empresario inteligente que pone en juego su mente y sus recursos para acrecentar ambos en la búsqueda del beneficio colectivo; o el político honesto que claramente entiende que su vocación es el servicio o la monja callada el artesano sencillo, la sirvienta, el médico y el maestro cuya actividad es invaluable, todos en fin, los que buscan afanosamente el camino de la trascendencia y anhelan crecer soñando con un mejor mundo para sí mismo y para quienes vengan después de él.
Desafortunadamente, hay quienes piensan que crecer es encaramarse sobre los sueños de otros, aún sabiendo muy bien que si para crecer tienen que aniquilar a los demás sólo estarán edificando castillos de naipes que el viento se encargará de derribar. Si el crecimiento propio cabalga sobre el empequeñecimiento ajeno, la humanidad retrocede, cuando el crecer personal es la hipoteca cruel del progreso común y disfrazamos el crecer con el egoísmo manipulador con pretensiones ideológicas, altruismo, o peor aún de falsa mística, hacemos perverso el sentido real de: lo que en verdad él significa. Se puede y se debe crecer siendo ambicioso y quijote, culto y decente, con aspiraciones legítimas por ser mejores, mientras no reduzcamos nuestros anhelos a la estrecha, pobre y miope visión del que en todo espera ganancia, búsqueda de poder o la simple satisfacción de la vanidad.
La mejor manera de crecer es a través de la huella que dejemos en los demás por la trascendencia de nuestras acciones, que, sin hacer a un lado el derecho que tenemos a nuestro propio crecimiento, lucha para que otros crezcan también. Cuando esta posibilidad se descubre, adquiere sentido todo el quehacer humano, única razón existencial que justifica la vida. Porque, lo aceptemos o no, es terminantemente cierto lo que afirmó el poeta: “ayudar a crecer a otros es la forma más bella que Dios nos dio para crecer…”