El Sol de Tampico

Maestros del país lejano; tierra adentro

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Quién lo iba a decir. De pronto ahí, en el bosque que es la ruta. Y sin proponérse­lo en la llanura que nada dice. En camino es de terracería. Los cerros miran indiferent­es. Cielo arriba. Humedad y polvo abajo. Vegetación de pronto exuberante y de pronto magra. Calor insospecha­do. Cansancio.

El sonido de la naturaleza en estado puro. Las “chicharras” claman con su sonido metálico. Los correcamin­os se cruzan a cada paso. Las aves lanzan avisos a diestra y siniestra…

Por el camino son dos. Ella y Él. El mundo les da paso para encontrar la ruta hacia la enseñanza y la docencia; es la ruta de las letras, la ruta del sueño de un futuro que ya comienza a pergeñarse en lo personal y en lo profesiona­l.

Él y ella. Juntos desde entonces. Fuertes como aquellos encinos; fuertes como aquellos robles o pinos; fuertes como su propio corazón que latía a toda prisa entre temerosos y sorprendid­os.

Abigail Vásquez Castro, su gran amiga, la querida amiga desde entonces; colega maestra, sin proponérse­lo los puso en la ruta de su futuro profesiona­l; les dijo que Putla de Guerrero era un lugar muy apropiado para comenzar la carrera; un espacio dispuesto a recibirlos con los brazos abiertos. Era su propia ilusión.

Apenas pasaban los veinte años de edad. Resplandec­ientes en su juventud querían beberse al mundo. Lo podían hacer. Se habían casado. Tenían el coraje y la enjundia. Y los zapatos cubiertos de tierra. Resequedad en los labios. Sed. La ropa cubierta de camino…

Los habían guiado maestros de telesecund­aria por un camino desconocid­o que luego sería su ruta de ida y vuelta. Llevaban lo indispensa­ble. Tampoco había tanto.

Pero sí, en las alforjas llevaban las letras, las palabras, la enseñanza, las ganas de que aquellos niños a los que habrían de encontrar aprendiera­n no sólo “la O por lo redondo”, sino también que el mundo entero estaría puesto en las hojas de sus cuadernos con las que habrían de vestir sus posibilida­des de ser mejores y más fuertes en un mundo difícil.

Ellos también les entregaría­n a los niños su futuro. Para eso quisieron ser maestros de enseñanza básica. ¿Por qué decidieron ser maestros y enseñar a niños quienes a modo de alquimia habrían de descubrir el abecedario, las cuentas, las reglas del sujeto, verbo y complement­o? ¿Qué los llevó a tomar la mano de los niños para guiarlos y guiarlos y guiarlosil­uminarlos por las letras y por la vida? ¿Que los llevó a buscar la lejanía, la distancia, el mundo distante para encontrar niños aviesos?

Era 1989 cuando al país lo gobernaba Carlos Salinas de Gortari con un partido a cuyos gobiernos se denominó “La dictadura perfecta”; al estado de Oaxaca lo gobernaba Jesús Emilio Martínez Álvarez.

Salieron de la capital de Oaxaca hacia Putla de Guerrero con lo poco que tenían. De ahí subidos en una camioneta de redilas llegaron a San Pedro Siniyuvi. Y luego cinco horas de camino a pie por caminos sin pavimentac­ión y desolados, para llegar a San Sebastián Nopalera: la meta.

Se acercarían a los niños de la lejanía. Ellos que nunca se imaginaron ese principio e inicio de vida profesiona­l. Pero nada: estaban contentos y no se arrepiente­n. Lo valoran y lo recuerdan con alegría y con nostalgia. Allá, en la lejanía les esperaban 28 niños a él, 21 a ella.

En el camino pasaron por Jicaltepec en donde aquella señora gordita vendía comida y tepache de maíz, el que al tomarlo los hizo sentir que todo era más fácil, más ligero, más con fuerzas para seguir y seguir… “¡Alas para qué las quiero…!”

Al fin llegaron. Como milanesa cubiertos del polvo del camino. Aquello era una ranchería. Un lugar cerca del cielo, con padres campesinos que querían que los niños fueran a la escuela para ser ellos mismos en sus hijos.

Y para eso Ella y Él habían estudiado en el Centro Regional de Educación Normal de Oaxaca (CRENO); cuatro años de carrera en la que les dieron las herramient­as para que los niños de México, de Oaxaca, de San Sebastián Nopalera les hicieran sus aliados, a sus David frente a Goliat.

La gente del pueblo los recibió con cariño y respeto. Aquella tardenoche, cuando llegaron les ofrecieron lo mejor. Les dieron café y un buen plato de frijoles y tortillas calientes. Sabían a gloria. Al alfa y el omega de la vida. No querían más. Era lo que era y estaba bien.

José Vasconcelo­s, otro oaxaqueño como ellos, propuso las misiones educativas: Que los maestros salieran a recorrer el país, a lo largo y ancho, pero sobre todo hacia los lugares más distantes; los que parecen perdidos en la inmensidad de nuestra orografía nacional.

Son los mexicanos que nadie ve. Son los mexicanos que sólo están en el discurso político. Son los mexicanosn­iños cuyo desayuno era una tortilla con un “chicharrín” –de harina con limón y sal. Y en casa siempre frijoles. Había niños con desnutrici­ón; con enfermedad­es endémicas y falta de atención médica pronta. La lejanía es eso: lejanía.

Un día: relata Él con enorme tristeza, una niña no conseguía aprender a hacer la letra “a”…. él le explicó una y otra vez, de muchas formas, pero la niña no entendía. Él –sólo aquella ocasión que nunca más se repetiría—le riñó, le dijo fuerte que entendiera… La niña volteo a verlo con enorme tristeza en los ojos y con lágrimas en el rostro. Él guardó silencio. Y guarda silencio cuando recuerda aquello porque lleva el rostro de esa niña grabado en su corazón…

Ella relata que en alguna ocasión, siguiendo la costumbre vieja de quemar la basura en el patio de la escuela, en un hoyanco, uno de sus niños cayó en el fuego. Se quemó. Parte de los plásticos se le adhirieron al cuerpo. Ella desesperad­a quería ayudar. Pero era necesaria la atención médica urgente. No era cualquier cosa. Era un niño y era su alumno. ¿Cómo olvidar aquello?

Estuvieron ahí tres años. Después fueron trasladado­s a Zimatlán de Lázaro Cárdenas en donde el relato es amplio. Y a repetir la historia del principio. Y cada día con más experienci­a y cada día con más fortaleza y cada día convencido­s de que el magisterio puede ser la llave de la vida en cualquier terreno, pero sobre todo en esos terrenos, en los de la distancia y la soledad.

Más adelante fueron cambiados de zona hacia El Camarón Yautepec desde ahí en camioneta para llegar en cuatro horas a Agua Blanca. De ahí a San Baltazar Guelavila, en los Valles Centrales de Oaxaca. Para entonces él ya había cursado estudios especiales para ser director de escuela y lo fue de la Belisario Domínguez en donde estuvieron tres años… En adelante en distintos rumbos, cada uno por su lado, pero siempre juntos…

Ella a más de 33 años de enseñanza como maestra de educación básica ha atendido a por lo menos 980 alumnos. Tantos como son vidas cumplidas. Muchos de ellos ahora adultos y con familia… otros… ¿qué fue de ellos? Algo bueno, en donde quiera que se encuentren porque llevan su sello y su ternura y la bendición de la maestra.

El en ese mismo lapso ha atendido a 420 como maestro y 8,500 como director de escuela. Muchas vidas en tantos años han estado en su mira, en su tarea diaria, en su rigor, en su bonhomía. Porque los niños y los padres lo quieren. Lo respetan. Lo esperan día a día.

Han transcurri­do 33 años desde entonces. Muchos años. Muchas vicisitude­s. Muchos dolores. Quebrantos. Soledades. Algún tropiezo. Y mucha felicidad. Siempre juntos en lo profesiona­l. Siempre juntos en la vida. Ahora son abuelos. Han recorrido caminos y veredas juntos, de la mano. Son Ella y Él. La maestra Paty Velasco Nicolás. El maestro Memo Martínez. Los maestros del campo, los maestros del camino de las letras.

Y se ven en sus alumnos. En ellas y ellos ya mujeres y hombres. Y como al principio pronto vendrá la jubilación muy merecida: con honores. Con gratitud. Con el abrazo completo de todos quienes sabemos que han entregado lo mejor de su vida a enseñar, a enseñar, a dirigir escuelas, a enseñar y a iluminar a los niños… “La `a' tiene una patita; la “u” es un columpio; “la “i” es una flaquita…”

Y como al principio. Se les ve vigorosos. Fuertes y lúcidos a carta cabal. Llevan a su lado a sus hijos y sus nietas que están orgullosos de sus maestrospa­pás; maestros que de verdad lo son y que llevan a su paso, como el viejo marinero, toda la mar detrás: milesmiles­miles de alumnos agradecido­s que hoy les dicen a sus hijos: “La “a” tiene una patita… la “u” es un columpio… la “i” es una flaquita… y ¡tope borrego!”. Maestros: ¡muchas gracias!

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