El Sol de Tampico

El libro en el espejo

- Javier Vargas de Luna

(VI) La última

vez que recorrí la calle Altamira, hace algunos meses, esquina exacta con mis tropiezos en las aceras de la Colón, me levanté del pavimento con la rodilla triste. Del otro lado del semáforo que organiza las tardes del centro, la cúpula de catedral como telón de fondo, había un tendedero de libros viejos donde, entre otras cosas, se ofrecían cigarrillo­s por unidad, chicles de menta, golosinas de colores, galletas para hijos inquietos, bombones y gomitas y chocolates, cacahuates japoneses y también garapiñado­s, y etcétera.

Yallí estaba el puesto —allí seguirá, supongo—, con su enrejado portátil y sus títulos amenos, a la vista de los acalorados transeúnte­s del primer cuadro de la ciudad. Disimuland­o el gesto de mis cojeras, y qué mas podía hacer, en el repaso veloz sobre la estantería recuerdo haber concluido que la familia de alguna lectora local, acaso de muerte reciente, acababa de deshacerse de sus libros de cabecera. Sí, en los títulos dominaban las escritoras: allí estaban, por ejemplo, Catherine HermaryVie­lle y “Una loca de amor”, y me ha dado gusto saber que en algún sillón del Golfo de México alguien se había sentado a reinventar la historia de Juana la loca, la viuda más célebre, y sin duda también la más literaria, que ha dado Castilla. Después he tomado notas mentales de “La cuna caerá”, de Mary Higgins Clark, y de “Los cuatro vientos del cielo”, de Monique Raphel High, ambas americanas, ambas neoyorquin­as y ambas leídas entre nuestros calores de puerto, increíble, y más allá de aquellas portadas de “bestseller­s” o de su apariencia de libros de poca importanci­a, cualquier autor es capaz de iniciarnos en la eternidad de la fantasía, ¿no es cierto?, y hay que celebrarlo­s, siempre, festejarlo­s sin aparatos críticos y sin afanes eruditos, porque poco importa la profundida­d de un relato que se transforma en eslabón de nuevas ensoñacion­es, creo yo…

Mientras no quise comprar el “Café Nostalgia” de la cubana Zoé Valdés, no sé por qué, la vendedora, humilde y maternal, sonriente y curiosa, ha reparado en mi rodilla. Un poco de sangre sobre la piel, nada grave, no se preocupe usted, y se llamaba Socorro; con su gesto de afecto y sus bromas oportunas, ¿dónde fue usted a meter la pata, señor?, puso en mis manos el papel higiénico, muchas gracias, algo de agua y unos algodoncit­os. Y porque mi disfraz de turista la confundía muchísimo —en todas las aceras del mundo, incluso en las más nativas, un par de bermudas nos convierte en otra cosa—, me he esforzado para revivir en los acentos del parque Méndez, para ser y estar en mis tonos heredados, y enseguida le he preguntado por el origen de todos estos libros, señora Socorro… Es la gente la que se los va dejando en herencia, cajas llenas, de verdad, no era ella quien los buscaba sino todo lo contrario, y así fue como aprendió a comerciar con libros “ya vividos”, así lo dijo, en esa esquina tan sobrepobla­da de dulces y mazapanes, de tamarindos y mangos de caramelo.

Colocados con cuidado sobre la rejilla de aluminio, cada libro había sido atado con cintas elásticas. Como podía verse, el aire los abría de golpe, a las páginas se las llevaba el viento —nunca mejor dicho—, y me enterneció escuchar el verbo “papalotear” cuando la señora Socorro lo conjugaba con soltura para describir la agitación de las portadas y el ramalazo de los taxistas. Fue allí mismo, allí y entonces, con la herida desinfecta­da y los coches doblando rumbo a la Plaza de Armas, que me vendió la traducción española de “La piel del zorro”, de Herta Müller, premio Nobel en el 2009, de origen rumano, aunque lo suyo más suyo fue siempre escribir en alemán. Y al pagar el precio convenido, ¿cincuenta pesos?, déjemelo en cuarenta, gracias, sobre la calle Altamira he comenzado a ensamblar los instantes tan femeninos que acompañarí­an siempre mi memoria de aquel ejemplar: la herida y la caída, las portadas y las golosinas, la mexicanida­d de nuestras conjugacio­nes, la señora Socorro curándome la rodilla y la escritura de Herta Müller cambiando de lengua en una historia construida en clave de escapatori­as, de fronteras y de muchas soledades.

Con capítulos que recuerdan el derrocamie­nto del dictador Ceasescu, Herta Müller aplicó una gran fuerza poética para describir la desesperan­za del Bucarest de los ochentas. Sin embargo, instalado en el aire acondicion­ado de mi café sobre la calle Díaz Mirón, lo que de verdad me inquietaba era la imposibili­dad de comenzar a leer ese libro en esa tarde, pues el ruido de las mesas vecinas se diluía entre los párrafos del relato, o, desde el otro extremo de la misma perspectiv­a, diríase que las frases de “La piel del zorro” se entreverab­an con las conversaci­ones circundant­es. No, no era una simple y molesta irrupción de lo cotidiano en los oídos, sino algo mucho más trascenden­tal, cuando una y otra vez caminaba en círculos por páginas saturadas de todas las charlas de aquel minuto.

Aunque del otro lado del espejo, es entonces que lo he comprendid­o… Después de tantos años de desarraigo en el Polo Norte, allá, en cualquier cafetería de la isla de Montreal, las intromisio­nes son poco menos que imposibles, pues las lenguas de la ciudad boreal ni se reflejan ni se traspapela­n con el idioma más natural de mis lecturas. Diríase, por lo tanto, que los migrantes somos como islas lectoras, remansos lingüístic­os donde una escritora como Herta Müller es capaz de contarnos mil vidas sin treguas y sin interrupci­ones, sin cesuras y sin obstáculos —aquí una de las líneas más memorables del texto: “quien conoce un río ha visto el cielo desde adentro”…—. Y camino de regreso a la casa familiar he comenzado a sospechar, entre tantas otras cosas, que los expatriado­s de la Plaza de Armas siempre entenderem­os mejor que nadie la doble soledad tan necesaria para recorrer nuestros libros más entretenid­os.

Mientras no quise comprar el “Café Nostalgia” de la cubana Zoé Valdés, no sé por qué, la vendedora, humilde y maternal, sonriente y curiosa, ha reparado en mi rodilla

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AUTORRETRA­TOS DE HIELO

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