La recámara de mi padre
Mi padre… Nada más ni nada menos que la mitad de mi propio ser había muerto. Moría con la dulzura ejemplar de quien en ochenta y tres años no pudo ser abatido ni por el dolor constante del exilio ni por el coraje siempre presente de saber que su amada patria estaba bajo el régimen de un cruel dictador. Siempre le profesó un inmenso cariño al país que le dio cobijo y trabajo y el lugar en donde formó su familia, pero siempre llevó a España en el corazón.
Ni un lamento, ni una agonía jadeante. Seguramente un leve estertor y pasó del sueño a la muerte. Su bravo corazón simplemente había dejado de latir. Su última noche solamente dijo: “Voy a descansar”. A la mañana siguiente la luz del día iluminaba su silenciosa habitación. Llegué a Tampico esa misma tarde directamente a la casa de mis padres. Él ya no estaba…Mi madre me estaba esperando en el hall como una estatua fúnebre. Toda vestida de negro conservaba su fortaleza pero estaba pálida, nos dimos un abrazo interminable. Yo no dejaba de temblar. Sin pensarlo dejé a toda la familia que estaba reunida para recibirme y corrí a la habitación de mi padre.
La puerta estaba respetuosamente cerrada. Mi mano quedó un momento prendida al picaporte. Abrí la puerta y me encontré en su pequeña alcoba. Estaba intacta, como cuando vivía. Todo en orden y pulcramente cuidada. Su sobria cama tendida, las cortinas corridas; en su buró los últimos libros que miraron sus ojos. Un armario de tres puertas y una mesa cajonera. Una jarra y un vaso con sus iniciales y su reloj de pulso. Aún persistía su humor, su aroma que yo reconocería en medio de una multitud. Arriba de su cama, la imagen de Santa Ana, patrona de su pueblo, que siempre lo acompañó.
Imploré a Dios, y curiosamente, esa recámara no me pareció pequeña, antes bien la vi mucho más grande que antes, tan grande y tan perfecta como la propia muerte de mi padre.
Nunca se es demasiado grande para sentir la orfandad y hasta el día de hoy, la sigo sintiendo.