El Sol de Tampico

Los niños,

que siempre somos

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Eran las ocho de la mañana de cada lunes y estábamos más firmes que el número 1. Puntualísi­mos en la escuela primaria: “Diez minutos antes de las ocho”, exigían las maestras y los maestros.

Ellas tan dulces como un caramelo –aunque la de segundo le gustaba aportar coscorrone­s macizos a nuestra maceta para que la neurona despertara–. Ellos, maestros más fieros que un cordero: buenos como ellos solos…

Y eso. Estábamos ahí dispuestos, recién bañados, con las uñas cortadas y sin mugre –nos eran revisadas de tiempo en tiempo– los dientes prístinos, peinados en nuestro casquete corto nosotros, y ellas con sus trencitas y moños al final: más bonitas que ninguna. Todos uniformado­s como cada día, pero el lunes era especial porque era “La ceremonia de la bandera”. Y eso era…

A las ocho en punto la banda de la escuela, integrada por niños y niñas de quinto y sexto, atronaban los honores con una marcha militar a todo batir. Y lo hacían con una seriedad y firmeza admirables. Luego salía la bandera, llevada por niños “de diez” de calificaci­ón. Rigurosame­nte selecciona­dos.

Luego venía una representa­ción histórica. A cada maestro le tocaba hacerla con sus alumnos a lo largo del año. Los de cuarto, quinto o sexto ganaban la batalla porque estaban ‘más grandes’, y sus maestros se esmeraban en hacer una presentaci­ón excepciona­l. Competían en buena lid entre ellos.

Era a todo dar aquello ¡qué les voy a decir! O como dice la milonga: “Lindo haberlo vivido, para poderlo contar”.

Pues la representa­ción duraba algo así como una hora. Los niños se esmeraban en ser Cuauhtémoc y sus huestes aztecas; o Hidalgo y campesinos independen­tistas; o Benito Juárez … (“Benito Juárez oh indio oaxaqueño, que nos legaste una gran constituci­ón y que a la patria luchando con empeño, la liberaste del pequeño Napoleón” –cantábamos a coro–)… Y así uno a uno los grandes héroes nacionales que nos dieron patria. (No decían mentiras).

Antes se había arriado la bandera mientras entonábamo­s el himno a la bandera. Y ahí quedaba a medio patio, en su plataforma, airosa, orgullosa, serena y mirándonos desde lo alto: y era bueno porque era la patria puesta ahí, como decía el maestro Fito.

Y nosotros henchidos de orgullo sentíamos amor por nuestra país, ese que no termina con los años. Fue bueno aprender aquello. Éramos niños orgullosos de ser mexicanos.

Esto era cada lunes. Pero el día estelar en la escuela era a finales de abril, cuando sería el “Día del niño”. Entonces aquello era inigualabl­e. Felices. Contentos. Las maestras y maestros nos regalaban dulces. Había kermesse. Había juegos. Regalos sorpresa. Y no llevábamos el uniforme. Los maestros cantaban y hacían bromas desde la plataforma. Se disfrazaba­n. Nosotros los veíamos con cariño, con gratitud. Con las ganas de que no terminara ese momento. Reíamos y nos abrazábamo­s como se abrazan los niños que son amigos para toda la vida…

Cierto, también hay niños y niñas maloras, esos que tienen un diablo metido en el cuerpo y cosen y deshacen. Son niños que hacen bullying a otros. Son niños que no tienen ni piedad ni dolor. Los había. Los hay.

“El calaca” estaba ahí, dispuesto a pegar a cualquiera que se cruzara en su camino; o aunque no se cruzara, él buscaba a su víctima y le asestaba golpes o lo tiraba por el sólo gusto de hacerlo. Y se reía y se reía su pandilla.

Y así semanas y meses hasta que uno de mi salón “Cantú”, se hartó de sus majaderías y le puso una trompiza que… que no, que no debe ser así… que hay que avisarles a los maestros lo que pasa… Pero son otros niños y son, a fin de cuentas, niños que merecen atención especial.

La niñez es en general la etapa en la que descubrimo­s, aprendemos, miramos con ojos azorados lo que pasa y lo que ocurre. Socializam­os en la escuela y convivimos en familia. Jugábamos en la calle. Es cuando estamos dispuestos al aprendizaj­e escolar. Atendemos y obedecemos con disciplina, no sometimien­to. Y los maestros se esmeran en mostrarnos las letras, las ideas, los mundos, los sueños, la grandeza humana y el amor patrio. Eso era. Eso es.

Ser niño no es moco de pavo. Ser niño también es difícil. Es una lucha minuto a minuto en contra de la ignorancia, en contra de nuestras limitacion­es, en contra de un mundo que apenas vamos descubrien­do y que nos mira y que nos compara.

En la infancia tiene lugar una gran lucha. Poco a poco nos descubrimo­s y descubrimo­s. Comienzan nuestros primeros recuerdos. Es cuando comienzan los sueños. Las ilusiones. El miedo también. La infancia es el lugar en donde se gesta la hombría y la fuerza femenina; los buenos y malos que seremos; la muestra inicial de nuestra inteligenc­ia… o no.

Lo dicen los libros: “El niño se ve a menudo asaltado por angustias, siente necesidad de ser amado, incluso de ser preferido, y experiment­a temores de ser abandonado o no querido. Hoy en día muchos niños no crecen en ámbitos de seguridad ofrecidos por la familia o comunidad perfectame­nte integrada…”.

Ser niño conlleva el nerviosism­o por no haber aprendido tal o cual lección, la tragedia del “mañana quiero hablar con tu mamá”, que era la frase más terrible que un niño puede escuchar.

“Aquel jardín era mi reino, donde podía hacer y decir lo que quisiera. Allí creé mundos lacrimosos, románticos y bestiales, mundos que luego se reflejaron en parte de mi obra”, dijo Julio Cortázar.

En gran parte de la obra literaria mundial aparece ese niño que el autor fue; que lo ve a distancia, de cuya infancia obtiene momentos culminante­s, tristes o felices. No toda la infancia está ahí. Luego muchos recrean aquellos días y escriben una infancia que les hubiera gustado vivir. Algunos momentos de epopeya íntima por las dudas generadas por el entorno…

Como ocurre en la “Carta a Cibeles” de Andrés Henestrosa en la que mediante un lenguaje excepciona­l, una estructura epistolar y una inmensa petición de perdón, relata las dudas que le asaltaron desde niño por saber si su padre lo era, o no. Y quiere preguntarl­e a Martina Man, su madre, pero no se atreve y la duda le agobia. Un día habría de saber la verdad que le soluciona la vida y le lleva a un mundo al que tiene que enfrentar con su propia herramient­a: la palabra.

Y de vuelta al gran José Emilio Pacheco en dos de cuyas obras aparece ese niño que desde la primaria comienza a vivir experienci­as nuevas: El cura interroga a Carlitos “¿Has tenido malos tactos? ¿Has provocado derrame? No sé qué es eso, padre”… Experienci­as que llegaron como el viento, como el aire al que no se ve, pero que está ahí, necesario como es: “Las batallas en el desierto” y “El principio del placer”. Obras maestras, sin duda.

Y en la plástica ni se diga.

Pintores hay que muestran a su propio yo en su infancia. O el mundo que suponen mejor para la infancia. También los dolores por la niñez: Murillo en su cuadro “La anciana espulgando a un niño y un perrito”. De Goya está en El Prado la obra “El garrotillo”, que describe los afanes de un padre que intenta arrancar los bichos diftéricos de la garganta de su hijo.

Pablo Picasso dijo: “A los doce años pintaba como Rafael (Sanzio), pero me llevó toda la vida aprender a pintar como un niño”. Y qué tal los niños de Modigliani, de Fernando Botero y de nuestro Diego Rivera y sus niños y niñas mexicanos.

En la música ni se diga. Obras hay a raudales. Lo mismo que en el cine, películas inolvidabl­es en donde el niño es el centro del universo artístico: “Cinema Paradiso” (Giuseppe Tornatore, 1988); “La vida es bella” (Roberto Benigni, 1997); “La lengua de las mariposas” (José Luis Cuerda, 1999) o Santa Claus (René Cardona, 1959): tantísimas más.

Pero nada, que ya pronto es el Día del Niño. Un día especial. Un día inolvidabl­e. Un niño. Una niña. Muchos niños aquí en México y en el mundo.

Nuestros niños que todo alegría son y que reflejan la luz del sol y reflejan la luz de la vida porque eso son: ellos nuestra vida. Nosotros somos esos niños que nunca dejaremos de ser. Porque es bueno. Y es mejor que te digan: “Pareces un niño”, que quiere ser reprimenda pero que es un enorme halago… Un enorme sueño: ser niño otra vez.

“Los gnomos están de fiesta a la floresta van a bailar. Los grillos con sus violines tocan y tocan sin descansar: Ranita, dime ¿Cómo puedo encontrar al gnomo? ¿Talvez será su casa aquella gran calabaza? Ranita, dime ¿Cómo puedo encontrar al gnomo? Croac croac, croac croac: Pues la luna te lo dirá…”.

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