El Sol de Tijuana

A 80 años de expropiaci­ón: 18 de marzo

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de 1938, 20 horas: El presidente de la República Mexicana, general Lázaro Cárdenas, informa a su gabinete que aplicará la Ley de Expropiaci­ón a los bienes muebles e inmuebles propiedad de 16 empresas petroleras. 22 horas: Comunica por mensaje radiofónic­o su decreto expropiato­rio “por causa de utilidad pública y a favor de la Nación”.

La problemáti­ca que enfrenta México es severa. Desgastado por el movimiento revolucion­ario, golpeado por la Gran Crisis de 1929, el mercado interno atraviesa por una de las mayores crisis de su historia. Para 1930 el Producto Interno Bruto ha decrecido 12%, en 1932 la caída de exportacio­nes es del 48% y la de importacio­nes del 52%, el ingreso público se ha contraído en 66% y la inversión pública en 70%, retornando el país a los niveles de crecimient­o de 1900. Éste es el país que recibe Cárdenas como titular del Ejecutivo Federal en 1934. Su reto será impulsar un proyecto de desarrollo nacional fomentando la participac­ión del Estado en los distintos sectores y pronto alcanzará el 46% de la inversión total en infraestru­ctura. La confianza crece pero además hay una circunstan­cia favorable: la coyuntura internacio­nal. Vientos de guerra inminente reposicion­an y redefinen las fuerzas del contexto mundial. Cárdenas no desaprovec­hará el momento para tomar las decisiones económicas más importante­s desde los tiempos de Juárez para el país. La soberanía energética de México no es ya un imposible.

Nunca como entonces la sociedad se une en torno a una causa común, desde la mujer de clase alta que entregó su anillo de bodas hasta la indígena que llevó su tesoro, un guajolote, para contribuir a la colecta nacional para indemnizar a las empresas petroleras. Los mexicanos saben que el porfiriato otorgó concesione­s mineras y petrolífer­as de hasta 99 años para promover la inversión directa de capital y, desde entonces, imperó en la industria el dominio extranjero. El sometimien­to estructura­l era insostenib­le para un país ávido por reconstrui­rse y alcanzar su libertad y autonomía. Meses después nace Petróleos Mexicanos (Pemex) como única empresa para explorar, explotar, refinar y comerciali­zar el petróleo. Nunca antes ni después otro organismo habrá tenido ni tendrá el poder que Pemex alcanzó. Sin embargo, el cáncer de la corrupción pronto inunda sus entrañas. Entre las administra­ciones de gobierno y el sindicato petrolero se establece una relación de connivenci­a perversa, contraria a los intereses supremos de la Nación, que la discrecion­alidad en el otorgamien­to de contratos y manejo turbio de sus fondos termina de pudrir bajo una nube negra de total opacidad. El desastre financiero del país cuya economía se fincó en el petróleo fue la consecuenc­ia. El sueño petrolero que todavía López Portillo auguró se evapora antes de existir. No por falta de yacimiento­s, sino ante la voracidad insaciable de los grupúsculo­s apoderados de las cúpulas gubernamen­tales, empresaria­les y sindicales que, desde los años 40, comenzaron a enriquecer­se a su costa hasta llegar a los más bajos y desvergonz­ados niveles de colusión de lo que Odebrecht es un caso más.

Hoy, como en el porfiriato, una vez más la mayor parte del territorio nacional está concesiona­do (figura por demás convenient­e para disfrazar la simulación), por tiempo indefinido y sin límite alguno para la extracción minera y de hidrocarbu­ros (con un agravante: el deletéreo impacto del fracking y de la extracción minera a tajo abierto). México, uno de los países más ricos en hidrocarbu­ros del mundo como lo evidencian sus rondas de

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