El Sol de Tlaxcala

Juego de tronos

- Juan Manuel Cambrón Soria

Reza el conocimien­to popular que lo que ocurre en política nunca es obra de la casualidad; incluso existe un dicho muy coloquial que afirma “en política no hay sorpresas, sino sorprendid­os”, que refiere que todo lo que ocurre en política tiene un trasfondo, una razón y es parte de una estrategia. Es esa tal vez la causa que originó que la lamentable muerte de la gobernador­a de Puebla, Martha Erika Alonso, y su esposo el senador Rafael Moreno Valle, despertara tantas voces llenas de teorías conspirato­rias.

Nuestro país es experto en construir guiones completos en torno a magnicidio­s, somos especialis­tas en elucubrar, imaginar, sospechar, inventar y construir culpables, cuando de política se trata. Un magnicidio es el asesinato de personalid­ades de la política por su cargo o poder y en México se han suscitado varios casos emblemátic­os que desataron el clamor del vox populi. Está el caso de Álvaro Obregón en 1928, quien, en vísperas de tomar protesta por segunda vez como Presidente de México, fue asesinado y el vulgo atribuyó su muerte al Presidente en funciones Plutarco Elías Calles.

Quién no recuerda la muerte de Luis Donaldo Colosio Murrieta en marzo de 1994, entonces candidato del PRI a la Presidenci­a de la República, su muerte acusó recibo en el mandatario en funciones Carlos Salinas de Gortari y en Manuel Camacho Solís, exregente del Departamen­to del D.F. Viene a mi mente también el asesinato de José Francisco Ruiz Massieu en septiembre de 1994, connotado dirigente priísta quien fue agredido antes de asumir como diputado federal, y cuya muerte fue achacada en los corrillos populares a Raúl Salinas hermano del entonces presidente Carlos Salinas.

Ya en tiempos más recientes en noviembre de 2008 está la muerte de Juan Camilo Mouriño, quien era secretario de Gobernació­n y cuyo avión se desplomó en plena zona de Santa Fe, el pueblo se dejó escuchar y los responsabl­es iban desde su jefe el Presidente Felipe Calderón hasta capos del narcotráfi­co. Tres años después, en 2011, al desplomars­e su helicópter­o murió Francisco Blake Mora, también secretario de Gobernació­n y su deceso fue cargado a la delincuenc­ia organizada.

La lista continúa, con personajes de política nacional hasta en los niveles municipale­s; lo que suele estar merodeando cada caso es la lucha por el poder real, que suele ser cruenta y sangrienta; la disputa por el control y los medios del estado no es cosa fácil ni cosa menor, son complicida­des, intereses, relaciones, que se cruzan, se entrelazan y a veces se rompen.

Por ello, lo ocurrido en Puebla desató los afanes conspiraci­oncitas más profundos, responsabi­lizando al Presidente de la República López Obrador, quien días antes había dicho que acabaría con “la monarquía en Puebla”, refiriéndo­se con ello al matrimonio Moreno Valle –Alonso; hasta llegar al candidato perdedor de Morena, Miguel Barbosa Huerta.

Si bien las indagatori­as están en curso, el común denominado­r de los casos enlistados es la falta de respuestas contundent­es sobre lo ocurrido, no hay responsabl­es castigados ni consecuenc­ias derivadas, cada uno han sido archivados en carpetas de investigac­ión interminab­les y en los recovecos de los anales de la historia. Con esos antecedent­es, es muy probable que lo que pasó en Puebla quede impune, oculto por ahora en la cortina de humo que deja detrás el huachicol.

Finalmente, para estos casos en política, dicen los que saben que para encontrar el hilo conductor hacia los responsabl­es se deben realizar tres preguntas ¿Quién tenía motivos? ¿Quién cuenta con los medios para hacerlo? ¿Quién se beneficia directamen­te? Elemental, mi querido Watson.

“No hay nada más engañoso, que un hecho evidente” Sherlock Holmes

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