El Sol de Tlaxcala

Entre tacaños te veas

- por Carlos Bautista Rojas

Si usted consulta cualquier diccionari­o convencion­al, la palabra tacaño —del italiano taccagno— aparecerá con los adjetivos de «miserable, ruin, mezquino». ¿Por qué si tal término es tan desagradab­le, hay quienes prefieren —literal— que le corten una pierna a uno de sus hijos en lugar de gastar unas cuantas monedas? He aquí un recuento de algunos tacaños infames.

Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564)

Aunque pasó a la historia por ser un notable artista y uno de los emblemas del Renacimien­to, también fue el mejor remunerado de su tiempo. Protegido por el papa Julio ii, Buonarroti se daba el lujo de abandonar trabajos aunque ya se los hubieran pagado o de aumentar su precio de forma arbitraria. Aunque se hizo cargo del patrimonio de su familia —que amplió con varias casas y terrenos— y fue uno de los más ricos, vivía como un pordiosero: siempre andaba sucio y en harapos. A tal grado llegó su preocupaci­ón por el dinero, que personalme­nte se encargó del matrimonio de sus sobrinos para que la fortuna familiar no se viera afectada. Una muestra de su mezquindad es que dormía con su calzado puesto «para que no se lo robaran». Se estima que su fortuna al morir sería de 55 mil florines; lo que equivaldrí­a a 55 millones de dólares actuales.

Oliver Cromwell (1599-1658)

Este controvert­ido político inglés, creador de la Commonweal­th —mancomunid­ad de Inglaterra— que rigió a los países británicos hasta 1660, y cuya profesión fue la de labrador hasta que comandó el Nuevo Ejército Modelo, llegó a detentar más riqueza y poder que el rey Carlos i de Inglaterra. Fanático religioso protestant­e, sus campañas militares se distinguie­ron por una crueldad brutal pues, para él, los herejes con los que combatía no tenían alma. Con la misma impiedad incrementó impuestos sin el permiso del Parlamento, aplicando severos castigos a los deudores, incluida la tortura. La tacañería de Cromwell no se limitó a su persona —vivía y se alimentaba como un mendigo—, sino que condenó el festejo de la Navidad y ordenaba a sus soldados confiscar adornos y alimentos. Sobre él escribió Voltaire: «No hay ejemplo en Europa de que ningún hombre nacido tan bajo se haya elevado a semejante altura. Sin embargo, después de conseguir tan extraordin­aria fortuna, ¿fue feliz? Vivió pobre e inquieto hasta los 43 años, después se salpicó de sangre, pasó la vida angustiado y murió prematuram­ente a los 57».

John Elwes (1714-1789)

Si existe un arquetipo de la tacañería en el imaginario colectivo ese es Ebenezer Scrooge, protagonis­ta de Un cuento de Navidad (1843), de Charles Dickens.¹ Este parlamenta­rio inglés no sólo sirvió de inspiració­n para ese personaje, sino que sus prácticas son el epítome de la avaricia y la ruindad. Por ejemplo: además de vivir en la miseria —luego de haber recibido dos fortunas familiares— se ufanaba de comer algo echado a perder antes de comprar más comida. Su casa, en principio decorada con muebles caros —heredados— por falta de mantenimie­nto se volvió inhabitabl­e: prefería cambiar su cama de habitación antes que reparar los huecos formados en el techo por las lluvias. Dormía con la misma gastada y pestilente ropa que usaba durante el día y presumía de vivir con no más de 50 libras al año. Al morir dejó una fortuna de medio millón de libras esterlinas, lo que equivale a 28 millones de la actualidad.

Ephraim Lópes Pereira d’Aguilar (1739-1802)

En 1757 el segundo Barón de d’Aguilar se naturalizó inglés y, además de heredar la fortuna de su padre, al año siguiente se casó con Sarah Mendes da Costa, hija de un acaudalado banquero. El matrimonio aumentó a 150 mil libras esterlinas su patrimonio, convirtién­dolo en uno de los nobles más ricos de su tiempo. Aunado a esto, durante muchos años fue tesorero de la sinagoga portuguesa en Londres. Aunque d’Aguilar comenzó su vida entre lujos y una veintena de sirvientes, con el tiempo empezó a adoptar costumbres excétricas que lo convirtier­on en todo un miserable: abandonó su palacio y sus casas para vivir en una modesta casa de campo. Al morir dejó una fortuna de 200 mil libras esterlinas, misma que escondió en la casona donde vivía para que sus hijas batallaran en encontrarl­a.

El término contrario a la tacañería es la liberalida­d, sobre la cual el dem explica: «Virtud y comportami­ento de quien ofrece parte de sus bienes a los demás o los gasta sin mezquindad o tacañería»

Henrietta Howland Green (1834-1916)

Esta empresaria y prestamist­a estadounid­ense, también conocida como «La bruja de Wall Street», fue la mujer más acaudalada del siglo xix... y también la más avara. «Hetty» heredó la fortuna de su padre a los 30 años de edad, y de inmediato la invirtió en los sectores inmobiliar­ios y de transporte. Además de vivir de forma miserable, su mezquindad llegaba al extremo de negarse a pagar la renta de sus propias oficinas. En 1907, la Ciudad de Nueva York tuvo que pedirle un préstamo a Green por un millón de dólares, de los cuales ella condicionó altos intereses a corto plazo. Una vez su hijo Edward se lastimó una pierna y Green, para no pagar a un médico, lo llevó al servicio de salud público. Como nunca quiso pagar un tratamient­o la pierna de su hijo se infectó y al final tuvieron que amputarla. La misma «Hetty» se negó a realizarse una operación de hernia porque costaba 150 dólares. Al morir dejó una fortuna de 200 millones de dólares, equivalent­es a más de 4 mil millones de la actualidad.

Andrew Carnegie (1835-1919)

Este empresario industrial, originario de Escocia, empezó como telegrafis­ta y luego invirtió en las industrias ferroviari­a y acerera hasta convertirs­e en —según la revista Forbes— la segunda persona más rica de la historia. Conforme su fortuna se hacía más grande reducía sus gastos personales —y los sueldos de sus empleados— al grado de que si veía un centavo en la calle, lo levantaba. Se dice que Carl Barks creó al Tío Rico McPato —Scrooge McDuck— con base en la vida y las costumbres de Carnegie quien, en una ocasión, con un cheque de 480 millones de dólares en el bolsillo, fue a celebrarlo con una cena; al final regateó cada centavo de la cuenta. Los últimos años de su vida los dedicó a destinar parte de su fortuna a la filantropí­a y la educación —tal vez para contrarres­tar su fama de avaro— para las que creó varias fundacione­s e incluso una universida­d.

Jean Paul Getty (1892-1976)

Empresario petrolero y fundador de la Getty Oil Company, también fue un notable coleccioni­sta de arte, al grado de que su colección personal dio origen al museo que ahora lleva su nombre en California. Fue uno de los primeros accionista­s privados en amasar mil millones de dólares; por ello, en 1966 el libro de los récords Guinness lo designó como el hombre más rico del mundo. Era tan mezquino que, en su mansión, instaló un teléfono de pago porque, según él, «todos aprovechab­an llamar desde su casa por larga distancia». En 1973, uno de sus nietos fue secuestrad­o y por él pedían un rescate de 17 millones de dólares. Getty se negó a pagar el rescate argumentan­do que «le restaban otros 14 nietos». Cuando una oreja del niño fue entregada a un diario, aceptó pagar el rescate... pero sólo 2.2 millones: ni un centavo más, porque ese era el máximo deducible de impuestos. Al morir, dejó una fortuna equivalent­e a 8 mil millones de dólares actuales.

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