El Sol de Tlaxcala

JIM MORRISON, EL MÚSICO QUE QUISO SER POETA

Cuando murió en Francia, el 3 de julio de 1971, quería escribir poesía de tiempo completo, The Doors ya no lo satisfacía

- EDUARDO BAUTISTA

En sus primeros conciertos con

The Doors, Jim Morrison cantaba de espaldas al público. Se sentía fuera de lugar sobre el escenario. Él siempre había soñado con el plácido anonimato que confiere la poesía, no con ser la comidilla de jipis y groupies hambriento­s de placer. Pero en esa geografía del deseo que era Los Ángeles, es difícil renunciar al placer.

Por aquellos años, Morrison era un joven más del Verano del Amor. Con la diferencia de que a él, al igual que a Lou Reed, no le gustaban los colores ni las flores: vestía a cuero negro y botas oscuras. Y a menudo estaba enojado contra todo o contra nada: herencia directa de sus ávidas lecturas de Nietzsche o de Blake, que se exponencia­ban con los recuerdos de su educación casi militar.

Había algo en Morrison que no encajaba con los tiempos de amor y paz. En el fondo, se sentía viejo.

“Si alguna vez ha existido alguien preparado y dispuesto a morir, ese era Jim. Tenía el cuerpo envejecido y el alma cansada”, escribe Danny Suggerman y Jerry Hopkins en Nadie sale vivo de aquí (1980), la biografía más extensa que existe sobre El

Rey Lagarto, quien murió hace medio siglo en París en medio de decenas de tesis que van desde una sobredosis de heroína o una congestión alcohólica hasta un asesinato del FBI o una huida premeditad­a al norte de África.

Lo único seguro es que sólo en su tumba Morrison cumplió su más grande sueño: pertenecer al olimpo de las letras. Hoy, sus restos yacen al lado de los de Oscar Wilde, Honorato de Balzac y Molière. Y un poco más lejos de los de Arthur Rimbaud, su gran ídolo, acaso el culpable de que Morrison viviera tan deprisa. Jim nunca entendió cómo el poeta francés escribió toda su obra hasta los 19 años. Jim, a los 27, sentía que sólo escribía canciones para tararear, como lo admitió en varias entrevista­s públicas.

Sus biógrafos describen sus últimos días en un departamen­to de lujo de la capital de Francia, donde vivió con Pamela, la mujer de la que se enamoró desde su adolescenc­ia en Venice Beach: “Era el primer día de julio y el calor en París era infernal. Jim estaba sumido en un abismo de terrible desánimo. Llevaba mucho tiempo bebiendo y ahora intentaba dejarlo de una vez por todas. Intentaba escribir, captar la deprimente situación y convertirl­a en algo creativo, pero no lo conseguía. Estaba hundido

en una silla delante del comedor, esperando a que le llegaran las palabras. Lo poco que escribía no hacía honor a la fama de Morrison. Y él lo sabía”, describen Danny Suggerman y Jerry Hopkins.

Antes de formar The Doors con Ray Manzarek, Robby Kireger y John Densmore, Morrison estudiaba cine en la UCLA. Creía que, bien conceptual­izada, una película podía tener el mismo valor estético que un poema. Pero en las clases Jim no era propiament­e el más popular. Sus trabajos resultaban demasiado experiment­ales. El director Oliver Stone muestra, en su película The Doors, cómo los primeros cortos de Jim espantaban a propios y extraños, con imágenes sexuales que intentaban explicar el significad­o del león en la filosofía nietzschea­na.

No era el único. En 1967, el año de explosión musical que permitió que dos años después sucediera el Verano del Amor, las nuevas generacion­es soñaron con un mundo libre de autoritari­smo. Todos, al menos en las clases medias del mundo occidental, se sublevaron contra las institucio­nes: la familia, el gobierno, la policía... Unos tomaron el lápiz, otros la guitarra y, algunos menos, intentaron hacer ambas cosas, como Morrison.

“Como resultado de la Segunda Guerra Mundial, por primera vez los jóvenes tuvieron acceso a la cultura de forma masiva: se ampliaron las universida­des públicas y crecieron las industrias del ocio, entre ellas la música”, explica Salvador Mendiola, académico de la UNAM y experto en movimiento­s contracult­urales. “Era una generación muy creativa y experiment­al, y eso generó, por supuesto, Beatles millonario­s, pero también millones de bohemios fracasados”.

Los libros de Jim Morrison nunca alcanzaron el éxito. Fueron repartidos entre amigos de The Doors y círculos artísticos muy específico­s, como las camarillas undergroun­d de Andy Warhol. Pero sus otros ídolos, los escritores beatnik, como Jack Kerouak o Allen Ginsberg, jamás los leyeron. Cobraron popularida­d post mortem. Hoy pueden encontrars­e en México dos de sus libros de poesía: Las nuevas criaturas y

Una oración americana, ambos publicados meses antes de su muerte.

A finales de 1970 e inicios de 1971, Morrison quería escribir poesía de tiempo completo. The Doors ya no lo satisfacía­n. “Estaba harto de una imagen que había dejado atrás, pero de la que no podía desprender­se. Había buscado credibilid­ad como poeta, pero sus intentos habían sido frustrados por su atractivo como héroe cultural”, recuerda Hopkins.

Incluso el último álbum de The Doors con Morrison vivo, L.A. Woman (1971), fue un martirio para él: acudía borracho a las grabacione­s y casi siempre salía de pleito del estudio. Sin embargo, Jim siempre consideró a la música como un camino espiritual hacia lo que Nietzsche bautizó como el

superhombr­e. El blues lo enloquecía: no podía renunciar a él. El rock quizás lo alejaba de sus aspiracion­es literarias, pero lo ponía sobre la mesa de los excesos.

A Jim no le importaban mucho las institucio­nes ni los premios, pero quizás algo hubiese sentido el día que Bob Dylan recibió el Nobel de Literatura en 2016 porque las canciones, también, son poesía.

“Si alguna vez ha existido alguien preparado y dispuesto a morir, ese era Jim. Tenía el cuerpo envejecido y el alma cansada”

DANNY SUGGERMAN Y JERRY HOPKINS

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