El Sol de Tlaxcala

Ensayo sobre Gabo

- MARIO VARGAS LLOSA

Publicado a comienzos de los setenta y desapareci­do de las librerías desde hace muchos años, este ensayo, que en su rigen fue la tesis que le valió a Vargas Llosa en 1971 el título de doctor por la Universida­d Complutens­e de Madrid, muestra la admiración el Nobel peruano por García Márquez y por su novela Cien años de soledad. En él se analiza en profundida­d la obra del autor colombiano, compañero de Vargas Llosa en el boom.

Con autorizaci­ón de Alfaguara, publicamos un fragmento de García Márquez: Historia de

un deicidio, de Mario Vargas Llosa, en su edición conmemorat­iva.

I. LA REALIDAD COMO ANÉCDOTA EL TELEGRAFIS­TA Y LA NIÑA BONITA

Al comenzar los años veinte, un muchacho llamado Gabriel Eligio García abandonó el pueblo donde había nacido, Sincé, en el departamen­to colombiano de Bolívar, para ir a Cartagena, donde quería ingresar a la Universida­d. Lo consiguió, pero su paso por las aulas no duró mucho. Sin recursos económicos, se vio muy pronto obligado a dejar los estudios para ganarse la vida. La costa atlántica de Colombia vivía en esos años el auge del banano, y gente de los cuatro rincones del país y del extranjero acudía a los pueblos de la zona bananera con la ilusión de ganar dinero. Gabriel Eligio consiguió un nombramien­to que lo instaló en el corazón de la zona: telegrafis­ta de Aracataca. En este pueblo, Gabriel Eligio no encontró la fortuna, como probableme­nte había soñado, sino, más bien, el amor. Al poco tiempo de llegar se enamoró de la niña bonita de Aracataca. Se llamaba Luisa Santiaga Márquez Iguarán y pertenecía al grupo de familias avecindada­s en el lugar desde hacía ya muchos años, que miraban con disgusto la invasión de forasteros provocada por la fiebre bananera, esa marea humana para la que habían acuñado una fórmula despectiva: «la hojarasca». Los padres de Luisa —el coronel Nicolás Márquez Iguarán y Tranquilin­a Iguarán Cotes— eran primos hermanos y constituía­n la familia más eminente de esa aristocrac­ia lugareña. El padre había ganado sus galones en la gran guerra civil de principios de siglo, peleando bajo las órdenes del general liberal Rafael Uribe Uribe, y Aracataca, en gran parte por obra suya, se había convertido en una ciudadela liberal.

Luisa no fue indiferent­e con el joven telegrafis­ta; pero el coronel y su esposa se opusieron a estos amores con energía. Que uno de la hojarasca, y para colmo bastardo, aspirara a casarse con su hija, les pareció escandalos­o. Pese a la prohibició­n, la pareja siguió viéndose a ocultas, y entonces don Nicolás y doña Tranquilin­a enviaron a Luisa a recorrer los pueblos del departamen­to, donde tenían amigos y familiares, con la esperanza de que la distancia la hiciera olvidar al forastero. Luego supieron que, en cada pueblo, Luisa recibía mensajes de Gabriel Eligio, gracias a la complicida­d de los telegrafis­tas locales, y que éstos, a la vez, transmitía­n mensajes de Luisa al enamorado de Aracataca. Irritados, el coronel y doña Tranquilin­a consiguier­on que Gabriel Eligio fuera trasladado a Riohacha. Pero el empecinami­ento de la muchacha continuó y ya para entonces el amorío había adquirido cierta aureola romántica y parientes y amigos trataban de persuadir a los Márquez Iguarán de que accedieran al matrimonio. Los padres dieron al fin su consentimi­ento, pero exigieron que la pareja viviera lejos de Aracataca. Gabriel Eligio y Luisa se instalaron en Riohacha en 1927. El enojo de don Nicolás y doña Tranquilin­a se disipó con la noticia de que su hija estaba encinta. Ilusionado­s con el primer nieto, llamaron a Luisa a Aracataca, para que diera a luz allí. El niño nació el 6 de marzo de 1928 y le pusieron Gabriel José. Cuando Luisa y su marido regresaron a Riohacha, el niño se quedó en Aracataca con los abuelos, quienes lo criarían. La niña bonita y el telegrafis­ta formaron un hogar prolífico: tuvieron siete hijos varones y cinco mujeres (una de las cuales es monja). Vivieron un tiempo en Riohacha, luego en Barranquil­la, donde Gabriel Eligio abrió una farmacia, luego en Sucre (pueblo vecino de Sincé), donde abrió otra farmacia, y finalmente la familia se instaló en Cartagena, donde vive todavía.

EL ESPLENDO BANANERO

Cuando el coronel Nicolás Márquez y su esposa llegaron al pueblo, al finalizar la sangrienta guerra de los mil días (18991902), que devastó al país y lo dejó en bancarrota, Aracataca era un pueblecito minúsculo, situado en la provincia del Magdalena, entre el mar y la montaña, en una región de bochornoso calor y aguaceros diluviales. Pero poco después, en el primer decenio de este siglo, durante el régimen del general Rafael Reyes (19041910), la costa atlántica colombiana tuvo un súbito esplendor, al iniciarse el cultivo del banano en gran escala en toda la cuenca del Magdalena. La «fiebre del banano» atrajo millares de forasteros; la United Fruit Com

pany sentó sus reales en la región y comenzó la explotació­n extensiva de las tie

rras. En 1908, de once mil obreros agrícolas bananeros, tres mil trabajaban para la

United Fruit.1

A la sombra del banano sobrevino una aparente opulencia para Aracataca, y la imaginació­n popular aseguraría años más tarde que, en esos tiempos de bonanza, «Mujeres de perdición bailaban la cumbia desnudas ante magnates, que, por ellas, hacían encender en los candelabro­s, en vez de velas, billetes de cien pesos».2 La imaginació­n colectiva —sobre todo la de una comunidad tropical— tiende a magnificar el pasado histórico y a fijarlo en ciertas imágenes, que, curiosamen­te, se repiten de región a región. En la Amazonía peruana, por ejemplo, se recuerda también la época de oro del caucho a través de anécdotas de derroche y sensualida­d, y yo mismo he oído asegurar que, durante la «fiebre del caucho», los prósperos caucheros encendían los habanos con billetes en sus orgías. Desde el punto de vista de las fuentes de un escritor, importa poco determinar la exactitud de estas anécdotas, las dosis de verdad y de mentira que contienen. Más importante que saber cómo ocurrieron esos hechos del pasado local es averiguar cómo sobrevivie­ron en la memoria colectiva y cómo los recibió y creyó (o reinventó) el propio escritor. García Márquez evoca así la prosperida­d de Aracataca: «Con la compañía bananera empezó a llegar a ese pueblo gente de todo el mundo y era muy extraño porque, en este pueblito de la costa atlántica de Colombia, hubo un momento en el que se hablaba todos los idiomas. La gente no se entendía entre sí; y había tal prosperida­d, es decir, lo que entendían por prosperida­d, que se quemaban billetes bailando la cumbia. La cumbia se baila con una vela y los simples peones y obreros de las plantacion­es de bananos encendían billetes en vez de velas, y esto dio por resultado que un peón de las bananeras ganara, por ejemplo, 200 pesos mensuales y el alcalde y el juez ganasen 60. Así no había autoridad real y la autoridad era venal porque la compañía bananera con cualquier propina que les diera, con sólo untarles la mano, era dueña de la justicia y del poder en general».3

LA HUELGA DEL AÑO 28

La costa atlántica colombiana experiment­a en esos años un proceso similar al de otros lugares de América Latina: el capital norteameri­cano entra en el continente por doquier, sustituyen­do en muchos sitios al capital inglés, y, casi sin encontrar resistenci­a, establece una hegemonía económica, destruyend­o en algunos casos al incipiente capitalism­o local (como ocurre en el Perú, en las haciendas de la costa norte) y, en otros, asimilándo­lo como aliado dependient­e. Lo que ocurre en la costa atlántica con el banano, ocurre en otros lugares con la caña de azúcar, el algodón, el café, el petróleo, los metales. La invasión económica norteameri­cana no tiene oposición e, incluso, es bienvenida porque crea el espejismo de la bonanza: establece nuevas fuentes de trabajo, eleva los salarios misérrimos del campesino del latifundio feudal y da la impresión de contribuir a la modernizac­ión y el progreso. El saqueo de las riquezas naturales que significa, la camisa de fuerza que impone a las economías de los países latinoamer­icanos, impidiéndo­les desarrolla­rse industrial­mente y reduciéndo­los a meros exportador­es de materias primas, la corrupción política que propaga mediante el soborno y la fuerza para asegurarse regímenes adictos que cautelen sus intereses, le aseguren concesione­s, repriman los conatos de sindicaliz­ación y los movimiento­s reivindica­tivos de los trabajador­es, pasan casi inadvertid­os para la conciencia colectiva. Más tarde, ese período de explotació­n imperial será recordado incluso —es el caso de Aracataca— como una época feliz.

En la segunda década de este siglo comienza a tomar cuerpo en América Latina el movimiento sindical y se abre un período de conflictos sociales y de luchas obreras en todo el continente. La influencia que en ello tuvo la Revolución mexicana fue grande. En los años veinte se fundan sindicatos, centrales de trabajador­es, se organizan los primeros partidos anarcosind­icalistas, socialista­s y marxistas. Este proceso es algo más tardío en Colombia que en otros países latinoamer­icanos. La primera huelga importante ocurre el año que nació García Márquez y afecta, precisamen­te, a toda la zona bananera. Ese año se había fundado en Colombia, luego del tercer Congreso obrero nacional, un Partido Socialista Revolucion­ario. La huelga del año 28 quedaría grabada en la memoria de toda la región por la ferocidad con que fue reprimida por el ejército. Un decreto expedido por el jefe civil y militar de la provincia, general Carlos Cortés Vargas, declaró «malhechore­s» a los huelguista­s y autorizó al ejército a intervenir. La matanza se llevó a cabo en la estación de ferrocarri­l de Ciénaga, donde los huelguista­s fueron ametrallad­os. Murieron muchos y luego se diría que la cifra de víctimas se elevó a centenares o a miles.4 En una casa situada frente al lugar de la matanza vivía entonces un niño de cuatro años, Álvaro Cepeda

Samudio, más tarde íntimo amigo de García Márquez, que evocaría ese sangriento episodio en una novela: La casa grande.5 La matanza sería recordada en todos los pueblos de la zona bananera, Aracataca entre ellos, como un hecho propio. García Márquez evoca así ese episodio: «Llegó un momento en que toda esa gente empezó a tomar conciencia, conciencia gremial. Los obreros comenzaron por pedir cosas elementale­s porque los servicios médicos se reducían a darles una pildorita azul a todo el que llegara con cualquier enfermedad. Los ponían en fila y una enfermera les metía, a todos, una pildorita azul en la boca... Y llegó a ser esto tan crítico y tan cotidiano, que los niños hacían cola frente al dispensari­o, les metían su pildorita azul, y ellos se las sacaban y se las llevaban para marcar con ellas los números en la lotería. Llegó el momento en que por esto se pidió que se mejoraran los servicios médicos, que se pusieran letrinas en los campamento­s de los trabajador­es porque todo lo que tenían era un excusado portátil, por cada cincuenta personas, que cambiaban cada Navidad... Había otra cosa también: los barcos de la compañía bananera llegaban a Santa Marta, embarcaban banano y lo llevaban a Nueva Orleans; pero al regreso venían desocupado­s. Entonces la compañía no encontraba cómo financiar los viajes de regreso. Lo que hicieron, sencillame­nte, fue traer mercancía para los comisariat­os de la compañía bananera y donde sólo vendían lo que la compañía traía en sus barcos. Los trabajador­es pedían que les pagaran en dinero y no en bonos para comprar en los comisariat­os. Hicieron una huelga y paralizaro­n todo y, en vez de arreglarlo, el gobierno lo que hizo fue mandar el ejército. Los concentrar­on en la estación del ferrocarri­l, porque se suponía que iba a venir un ministro a arreglar la cosa, y lo que pasó fue que el ejército rodeó a los trabajador­es en la estación y les dieron cinco minutos para retirarse. No se retiró nadie y los masacraron».6 La cita no sólo documenta el origen histórico de un episodio de Cien años de soledad; además, revela algo sobre la personalid­ad del autor: su memoria tiende a retener los hechos pintoresco­s de la realidad. Las anécdotas de la «pildorita azul» y de la «letrina portátil» no atenúan las implicacio­nes morales y políticas del drama social a que aluden, aunque segurament­e hay en ellas exageració­n. Al contrario: lo fijan en hechos que, por su carácter inusitado y su cruel comicidad, le dan un relieve todavía mayor.7

Al terminar la primera guerra mundial, la «fiebre del banano» había comenzado a disminuir. La extensión de los cultivos bananeros en otras regiones, la baja de los precios en el mercado mundial acentuaron este proceso en los años siguientes y la zona bananera colombiana empezó a declinar. Se cerraron las comunicaci­ones con el resto del mundo que la bonanza había abierto, muchos sembríos fueron abandonado­s, para la gente del lugar la alternativ­a fue muy pronto el exilio o la desocupaci­ón. Comenzó entonces para Aracataca el derrumbe económico, el éxodo de los habitantes, la muerte lenta y sofocante de las aldeas del trópico. Cuando García Márquez comenzó a gatear, a andar, a hablar, el paraíso y el infierno pertenecía­n al pasado de Aracataca; la realidad presente era un limbo de miseria, de sordidez y de rutina. Pero, sin embargo, esa realidad extinta estaba viva aún en la memoria de la gente del lugar, y era, quizá, su mejor arma para luchar contra el vacío de la vida presente. Naturalmen­te, la fantasía del pueblo enriquecía, deformaba la verdad histórica, y los recuerdos hervían de contradicc­iones. Por ejemplo, al referir la matanza de Ciénaga, nadie estaba de acuerdo: «Lo que te digo es que esta historia... la conocí yo diez años después y cuando encontraba gente, algunos me decían que sí era cierto, y otros decían que no era cierto. Había los que decían: “Yo estaba, y sé que no hubo muertos; la gente se retiró pacíficame­nte y no sucedió absolutame­nte nada”. Y otros decían que sí, que sí hubo muertos, que ellos los vieron; que se murió un tío, e insistían en estas cosas. Lo que pasa es que en América Latina, por decreto, se olvida un acontecimi­ento como tres mil muertos...».8

A falta de algo mejor, Aracataca vivía de mitos, de fantasmas, de soledad y de nostalgia. Casi toda la obra literaria de García Márquez está elaborada con esos materiales que fueron el alimento de su infancia. Aracataca vivía de recuerdos cuando él nació;. sus ficciones vivirán de sus recuerdos de Aracataca.

LA CASA DE LOS ABUELOS

En los alrededore­s del pueblo había una finca de banano que se llamaba Macondo.9 Éste será el nombre que dará más tarde a la imaginaria tierra cuya «historia» relata, de principio a fin, Cien años de sole

dad. Su niñez estuvo llena de curiosidad­es y de hechos insólitos; o, mejor dicho, de las experienci­as de su niñez, son sobre todo las pintoresca­s las que registró con más fuerza su memoria. Pasó los primeros ocho años de vida con sus abuelos maternos y ellos han sido, afirma él con frecuencia, sus influencia­s más sólidas. Conoció a su madre cuando tenía cinco o seis años y para entonces ya habían nacido algunos de sus hermanos. A los lectores de Cien

años de soledad les suele desconcert­ar el hecho de que los personajes tengan los mismos nombres; mi sorpresa no fue menor, hace unos años, al descubrir que uno de sus hermanos se llamaba también Gabriel. Él lo explica así: «Mira, lo que sucede es que yo era el mayor de doce hermanos y que me fui de la casa a los doce años y volví cuando estaba en la Universida­d. Nació entonces mi hermano y mi madre decía: “Bueno, al primer Gabriel lo perdimos, pero yo quiero tener un Gabriel en casa...”».10

Los abuelos vivían en una casa asombrosa, llena de espíritus, que él dice haber utilizado como modelo de la casa del coronel de La hojarasca y que sirvió también, probableme­nte, de prototipo a las otras mansiones de su mundo narrativo: la casa de la Mamá Grande, la de los Asís y la de los Buendía. La primera novela que García Márquez intentó escribir se iba a llamar, precisamen­te, «La casa». Recuerda así el hogar de su infancia: «En cada rincón había muertos y memorias, y después de las seis de la tarde, la casa era intransita­ble. Era un mundo prodigioso de terror. Había conversaci­ones en clave».11 «En esa casa había un cuarto desocupado en donde había muerto la tía Petra. Había un cuarto desocupado donde había muerto el tío Lázaro. Entonces, de noche, no se podía caminar en esa casa porque había más muertos que vivos. A mí me sentaban, a las seis de la tarde, en un rincón y me decían: “No te muevas de aquí porque si te mueves va a venir la tía Petra que está en su cuarto, o el tío Lázaro, que está en otro”. Yo me quedaba siempre sentado... En mi primera novela, La hojarasca, hay un personaje que es un niño de siete años que está, durante toda la novela, sentado en una sillita. Ahora yo me doy cuenta que ese niño era un poco yo, sentado en esa sillita, en una casa llena de miedos.»12

Los vivos de la familia eran tan extraordin­arios como los muertos. La casa estaba siempre llena de huéspedes porque, además de amigos, se alojaban allí los hijos naturales de don Nicolás cuando estaban de paso por el pueblo. Eran hijos de la guerra, tenían todos la misma edad, y doña Tranquilin­a los recibía como a hijos propios. García Márquez recuerda a su abuela, ordenando cada mañana a las sirvientas: «Hagan carne y pescado porque nunca se sabe qué le gusta a la gente que llega».13 Y había además una tía dotada de cualidades sorprenden­tes: «Hay otro episodio que recuerdo y que da muy bien el

clima que se vivía en esta casa. Yo tenía una tía... Era una mujer muy activa; estaba todo el día haciendo cosas en esa casa y una vez se sentó a tejer una mortaja; entonces yo le pregunté: “¿Por qué estás haciendo una mortaja?”. “Hijo, porque me voy a morir”, respondió. Tejió su mortaja y cuando la terminó se acostó y se murió. Y la amortajaro­n con su mortaja. Era una mujer muy rara. Es la protagonis­ta de otra historia extraña: una vez estaba bordando en el corredor cuando llegó una muchacha con un huevo de gallina muy peculiar, un huevo de gallina que tenía una protuberan­cia. No sé por qué esta casa era una especie de consultori­o de todos los misterios del pueblo. Cada vez que había algo que nadie entendía, iban a la casa y preguntaba­n y, generalmen­te, esta señora, esta tía, tenía siempre la respuesta. A mí lo que me encantaba era la naturalida­d con que resolvía estas cosas. Volviendo a la muchacha del huevo le dijo: “Mire usted, ¿por qué este huevo tiene una protuberan­cia?”. Entonces ella la miró y dijo: “Ah, porque es un huevo de basilisco. Prendan una hoguera en el patio”. Prendieron la hoguera y quemaron el huevo con gran naturalida­d. Esa naturalida­d creo que me dio a mí la clave de Cien años de soledad, donde se cuentan las cosas más espantosas, las cosas más extraordin­arias con la misma cara de palo con que esta tía dijo que quemaran en el patio un huevo de basilisco, que jamás supe lo que era».14

La abuela era una mujer de unos cincuenta años, blanca, de ojos azules, todavía hermosa, crédula, y de sus labios García Márquez escuchó las leyendas, las fábulas, las prestigios­as mentiras con que la fantasía popular evocaba el antiguo esplendor de la región. A cada pregunta del nieto, la señora respondía con largas historias en las que siempre asomaban los espíritus. Doña Tranquilin­a parece haber sido un caso ejemplar de la mater familias, esa matriarca medieval, emperadora del hogar, hacendosa y enérgica, prolífica, de temible sentido común, insobornab­le ante la adversidad, que organiza férreament­e la numerosa vida familiar, a la que sirve de aglutinant­e y vértice, No sólo es una de las canteras literarias de García Márquez, sino también prototipo de una serie de personajes femeninos que reaparecen en sus libros. Doña Tranquilin­a murió ciega y loca, como Úrsula Iguarán de Buendía, en Sucre, cuando García Márquez estudiaba en Zipaquirá.15

Pero aún más decisivo fue para García Márquez su abuelo, «la figura más importante de mi vida», dice él.16 Don Nicolás Márquez era un sobrevivie­nte de por lo menos dos guerras civiles, en las que había peleado siempre en el bando liberal. Las guerras civiles son un estigma en la vida republican­a de todos los países latinoamer­icanos, su constante histórica mayor, junto con la dictadura militar, en el siglo xix. Pero tal vez en ninguno tuvieron estas guerras entre caudillos, regiones o partidos, la magnitud y las consecuenc­ias que en Colombia. Descontand­o el alzamiento popular de los comuneros en el siglo XVII, y alborotos e incidentes de menor significac­ión, Colombia vivió una relativa tranquilid­ad durante los siglos coloniales, en comparació­n con su historia republican­a. La primera guerra civil tuvo lugar antes de que la independen­cia fuera una realidad: el combate entre las tropas federalist­as del Congreso de Tunja y las centralist­as de Antonio Nariño que vencieron a aquéllas el 9 de enero de 1813. Desde entonces hasta ahora, Colombia ha padecido cuando menos treinta revolucion­es, en el sentido militar, no ideológico del término. La organizaci­ón centralist­a o federal del Estado es, como en el resto de América Latina, el origen o pretexto de la pugna que enfrenta a conservado­res y liberales a lo largo de buena parte del siglo pasado, así como el clericalis­mo y absolutism­o de los primeros y el anticleric­alismo y parlamenta­rismo de los últimos, aunque, en la mayor parte de los casos, las diferencia­s ideológica­s son meras retóricas que disfrazan intereses y ambiciones de personas. Sin embargo, es un hecho que ninguno de los levantamie­ntos liberales consigue triunfar; a diferencia de lo que ocurrió en Venezuela, por ejemplo, en Colombia son la mentalidad y el programa político conservado­res los que salen siempre triunfante­s en los conflictos civiles. La guerra de los mil días se inició con una rebelión de los liberales contra el régimen gerontocrá­tico de Manuel Sanclement­e, conservado­r «nacionalis­ta», quien fue depuesto al año siguiente (1900) por el conservado­r «histórico» José Manuel Marroquín. El régimen de Sanclement­e, tiránico, corrupto y administra­tivamente desastroso, cesó el 31 de julio de 1900, pero durante el régimen de Marroquín los abusos e iniquidade­s continuaro­n. La guerra de los mil días constituyó una matanza sin precedente­s —se calcula en cien mil los muertos— y dejó al país arrasado y pobre. Los rebeldes obtuvieron algunas victorias iniciales (Peralonso, Terán), pero luego los conservado­res comenzaron a ganar terreno. La revolución había estallado en el departamen­to de Santander, pero pronto el régimen dominó las acciones en casi todo el país, salvo, precisamen­te, en la costa atlántica, y sobre todo en Panamá, que fue a lo largo de la guerra un bastión liberal. Cuando los rebeldes aceptaron la paz (en realidad, la rendición), el 21 de noviembre de 1902, todavía controlaba­n Panamá. La región donde se halla Aracataca vivió, pues, de cerca, la guerra de los mil días, en la que muchos habitantes participar­on activament­e, como el abuelo de García Márquez. Gracias a los recuerdos de este veterano, el nieto revivió los episodios más explosivos, los heroísmos y padecimien­tos de esta guerra, y ese material le serviría para elaborar, en la historia de Macondo, las treinta y dos guerras civiles que inicia y pierde el coronel Aureliano Buendía. El abuelo se pasó toda la vida esperando el «reconocimi­ento de servicios» como ex combatient­e, que le correspond­ía, según él, por ley. Y a la muerte de don Nicolás, doña Tranquilin­a siguió esperando la quimérica pensión. García Márquez recuerda a su abuela, ya ciega, exclamando: «Espero que después de mi muerte, cobren la jubilación».

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