botafumeiro.
Imagine usted que es un pobre campesino analfabeta de la Edad Media, que el memento mori¹ lo acecha —porque con suerte vivirá hasta 30 años—; que vive con frío y hambre a expensas del señor feudal, y que el único conocimiento que tiene a su alcance es el que le da la Iglesia, especialmente el cura de su pueblo que habla y habla sobre los tormentos eternos del Infierno y sobre los poderes de la peregrinación para ganar el Cielo, la Gloria y estar en la presencia de Dios donde ya no habrá enfermedades, ni peste, ni dolor, ni hambre, ni frío. Y es así que usted decide arriesgarse a recorrer el Camino de Santiago, una de las tres peregrinaciones —junto con Tierra Santa y Roma— que le asegurarán la vida eterna; y de buenas a primeras, un día emprende a pie un camino de casi mil kilómetros desde Francia, pasando por buenas, por malas, por calores, por lluvia e incluso por nieve.
Imagine ahora lo que era la higiene y el «cuidado personal» —si es que lo hubiere— en ese tiempo: polvo, heces, sudores y sangre, convivían en pueblos sin drenaje con restos de comida, animales, insectos, peste, lepra y demás. Así, si usted era un peregrino afortunado y llegaba vivo a la ansiada catedral de Santiago, lo más probable es que estuviera hecho un guiñapo asqueroso, nauseabundo, virulento y fétido.
Fue por ello que los curas que resguardan ese recinto, dieron, en el siglo xi, con la brillante idea de crear un incensario enorme, parecido a los «portátiles» que usan los curas en las misas de hoy, pero de una magnitud colosal, tan colosal que tiene un nombre especial: botafumeiro. Del latín bøta, ‘golpear’ o ‘lanzar’, y fumeiro, ‘humero’, en lengua galaicoportuguesa. Es decir, «instrumento que lanza humo». Lo que se buscaba con él era perfumar el templo y eliminar el mal olor que dejaban esos peregrinos cansados, sudorosos, pestilentes y, en la mayoría de los casos, purulentos y enfermos.
Cuenta la historia que el botafumeiro estuvo en uso día con día y siglo tras siglo, al punto de que en el año de 1400, el rey Luis xi de Francia, tuvo que donar dinero a la catedral para sustituir el incensario original y que esto no sucedió hasta 1554, cuando se rehizo completamente en plata. Desafortunadamente, en 1809 fue robado por las tropas de Napoleón, por lo que fue reemplazado por el actual, fabricado por el orfebre José Losada en 1851, elaborado en latón bañado en plata, como réplica del original.
El botafumeiro se usó desde entonces y hasta ahora. Ya no con ese mismo objetivo pero sí como tradición en doce fechas al año: entre ellas Navidad, el día de Santiago —25 de julio— y el Día de Todos los Santos. Se llena con carbón e incienso y después se ata con fuertes nudos a una larga cuerda que va hasta el techo del edificio. Luego se desplaza a modo de péndulo mediante un mecanismo de poleas que corren por el transepto o nave transversal de la catedral. Para conseguirlo, un grupo de ocho hombres, que reciben el nombre de tiraboleiros, lo empujan primero para ponerlo en movimiento, y después tiran cada uno de una cuerda para ir consiguiendo velocidad —se dice que puede llegar a alcanzar hasta 68 kilómetros por hora.
Yo cuando hice el Camino, me bañé antes de salir pa’ la Catedral, y aunque vi a mucha extranjia sucia y sin asear, no se llegaba a percibir un mal olor; pero como era a mediados de marzo y mucho del trayecto lo hice en coche —y no a pie—, ni me gané la vida eterna ni pude ver el espectacular botafumeiro.