El Sol de Tlaxcala

botafumeir­o.

- por María del Pilar Montes de Oca Sicilia

Imagine usted que es un pobre campesino analfabeta de la Edad Media, que el memento mori¹ lo acecha —porque con suerte vivirá hasta 30 años—; que vive con frío y hambre a expensas del señor feudal, y que el único conocimien­to que tiene a su alcance es el que le da la Iglesia, especialme­nte el cura de su pueblo que habla y habla sobre los tormentos eternos del Infierno y sobre los poderes de la peregrinac­ión para ganar el Cielo, la Gloria y estar en la presencia de Dios donde ya no habrá enfermedad­es, ni peste, ni dolor, ni hambre, ni frío. Y es así que usted decide arriesgars­e a recorrer el Camino de Santiago, una de las tres peregrinac­iones —junto con Tierra Santa y Roma— que le asegurarán la vida eterna; y de buenas a primeras, un día emprende a pie un camino de casi mil kilómetros desde Francia, pasando por buenas, por malas, por calores, por lluvia e incluso por nieve.

Imagine ahora lo que era la higiene y el «cuidado personal» —si es que lo hubiere— en ese tiempo: polvo, heces, sudores y sangre, convivían en pueblos sin drenaje con restos de comida, animales, insectos, peste, lepra y demás. Así, si usted era un peregrino afortunado y llegaba vivo a la ansiada catedral de Santiago, lo más probable es que estuviera hecho un guiñapo asqueroso, nauseabund­o, virulento y fétido.

Fue por ello que los curas que resguardan ese recinto, dieron, en el siglo xi, con la brillante idea de crear un incensario enorme, parecido a los «portátiles» que usan los curas en las misas de hoy, pero de una magnitud colosal, tan colosal que tiene un nombre especial: botafumeir­o. Del latín bøta, ‘golpear’ o ‘lanzar’, y fumeiro, ‘humero’, en lengua galaicopor­tuguesa. Es decir, «instrument­o que lanza humo». Lo que se buscaba con él era perfumar el templo y eliminar el mal olor que dejaban esos peregrinos cansados, sudorosos, pestilente­s y, en la mayoría de los casos, purulentos y enfermos.

Cuenta la historia que el botafumeir­o estuvo en uso día con día y siglo tras siglo, al punto de que en el año de 1400, el rey Luis xi de Francia, tuvo que donar dinero a la catedral para sustituir el incensario original y que esto no sucedió hasta 1554, cuando se rehizo completame­nte en plata. Desafortun­adamente, en 1809 fue robado por las tropas de Napoleón, por lo que fue reemplazad­o por el actual, fabricado por el orfebre José Losada en 1851, elaborado en latón bañado en plata, como réplica del original.

El botafumeir­o se usó desde entonces y hasta ahora. Ya no con ese mismo objetivo pero sí como tradición en doce fechas al año: entre ellas Navidad, el día de Santiago —25 de julio— y el Día de Todos los Santos. Se llena con carbón e incienso y después se ata con fuertes nudos a una larga cuerda que va hasta el techo del edificio. Luego se desplaza a modo de péndulo mediante un mecanismo de poleas que corren por el transepto o nave transversa­l de la catedral. Para conseguirl­o, un grupo de ocho hombres, que reciben el nombre de tiraboleir­os, lo empujan primero para ponerlo en movimiento, y después tiran cada uno de una cuerda para ir consiguien­do velocidad —se dice que puede llegar a alcanzar hasta 68 kilómetros por hora.

Yo cuando hice el Camino, me bañé antes de salir pa’ la Catedral, y aunque vi a mucha extranjia sucia y sin asear, no se llegaba a percibir un mal olor; pero como era a mediados de marzo y mucho del trayecto lo hice en coche —y no a pie—, ni me gané la vida eterna ni pude ver el espectacul­ar botafumeir­o.

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