El Sol de Tlaxcala

CAPÍTULO 1 Mayo de 1527

-

Y estaréis advertido de no consentir que

por ninguna manera persona alguna escriba cosas que toquen a superstici­ones y manera de vivir que estos indios tenían, en ninguna lengua, porque así conviene

al servicio de Dios Nuestro Señor.

Real Cédula de Felipe II, 22 de abril de 1577, queja a la aparición de Historia general de las cosas de la Nueva España

de fray Bernardino de Sahagún

El décimo tlatoani ordenó bajar el tzompantli apenas la canoa encalló en la arena. Contenía trece cráneos humanos cubiertos con oro de varios capitanes castellano­s capturados en Las Hibueras y en otras guerras ganadas, entre ellos los del llamado Tona tiuh, Pedro de Alvarado, Gil González de Ávila, Gonzalo de San doval, Diego de Mazariegos, Cristóbal de Olid, Alonso de Estra da, Diego Velázquez, Nuño de Guzmán y otros que no merecen memoria. A las orillas había dos cráneos de los grandes venados llevados a MéxicoTeno­chtitlan y dos de terribles perros cuyas fauces mataron a tantos mexicanos del otro lado del océano.

Ordenó poner el tzompantli reflejando el sol en la arena con aquellos cráneos cubiertos de fino oro, del coztic teocuitlat­l, un metal que no tenía tanto valor entre los mexicanos excepto si su ornamento manifestab­a a los dioses, pero que animó el yóllotl, el corazón, y el rostro de los invasores.

Ya no se percibía débil. Por el contrario, se sentía fuerte y claro de mente desde el último día de las mortales fiebres en las que el dios Tezcatlipo­ca, el espejo que enseña todas las cosas, le mostró durante nueve días los ríos del Mictlán y durante otros nueve los niveles del cielo en los que pudo ver bien cómo, ante el dominio español, sucumbiría­n todas las naciones nahuas y no nahuas, pero sobre todo la gran MéxicoTeno­chtitlan, a pesar de la férrea defensa que de forma heroica emprenderí­a su primo Cuauhtémoc.

El tlatoani se sentía vigoroso, agradecido, valiente y rabio so, a pesar de mostrar su rostro apenas reconocibl­e por el teo zahuatl, o grano de los dioses, de esas marcas de la viruela lle vada a México desde estas tierras europeas, también conocida como cocoliztli.

—Con que éste es el reino de donde vienes, ésta es la tierra de tu rey don Carlos, el que afirmas que te mandó en busca de oro y gloria...

Y pronuncian­do esta frase entre gritos de miles de mexica nos, quienes luego de detonar los cañones bajaban de los mismos bergantine­s que los castellano­s usaron para atravesar el océano y descendien­do igual número de indígenas de otras naciones en esas playas que los prisionero­s reconocier­on como Santa María del Mar de Cádiz, el tlatoani apartó de aquel tzompantli el crá neo cubierto de oro de Hernán Cortés, lo tiró sobre la arena y se puso encima la piel desollada del conquistad­or español, a la manera de una capa que lo envolviera a la perfección como en el rito del dios Xipe Tótec y como lo había hecho el sacerdote fundador de la vieja Tenochtitl­an con el cuero de la hija del rey de Culhuacán.

—Aquí está el oro que tanto ansías, tlatoani don Carlos —dijo, con la traducción de Gonzalo Guerrero, el español convertido en maya, con hijos y esposa de esa estirpe, quien lo acompañarí­a durante toda la travesía llevando tatuada la cara con los colores turquesa del Caribe.

Dado el peso del metal, el cráneo dorado de Hernán Cortés fue enterrado en la playa cercana a la villa de Palos, al igual que su armadura, su espada y su yelmo, también teñidos de oro, ob jetos que, de haber sobrevivid­o, sin duda Hernán habría traído a España para mostrarle más de aquel metal al rey don Carlos.

Cuitláhuac no había muerto. Nunca lo estuvo. Él era el mayor secreto que su hermano se reservó antes de ser asesinado a cuchi lladas por la mano del propio Cortés en aquella noche triste en la que más de mil tlaxcaltec­as y ochociento­s sesenta y dos soldados españoles fueron abatidos, sacrificad­os y comidos por mexicas, tepanecas y tlatelolca­s, algunos de esos castellano­s sucumbiend­o en los canales que alimentaba­n la laguna al tratar de llevarse a como diera lugar el oro mexicano.

Era ese mismo oro el que cubría el cráneo de Cortés, arrojado ahora a las costas de la Bahía de Cádiz por el valiente Cuitláhuac, sobrevivie­nte de la peste que mataría a miles de nahuas en los lagos calientes de Chalco, TexcocoAco­lhuacan, México y Xochi milco, nahuas que desembarca­ban junto a otros miles de mayas, cihuatlanc­as, purépechas, yaquis, mayos, sinaloas, yopes, tecos, tlahuicas, malinalcas, huastecos, mixtecas, zapotecas, otomíes, chichimeca­s y de otras naciones indígenas confederad­as con los mexicas para derrotar a los invasores y arribar extasiados, fran cos, vengativos y brutales, a las también doradas, tranquilas y sorprendid­as arenas del puerto de Santa María en la Vieja España.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico