AZULEJO PORTUGUÊS
Recuerdo emocionada cuando, en Portugal, crucé un puente larguísimo a las orillas de Porto y vi una serie de casas delgaditas y larguiruchas que se yerguen apretujadas a los costados de la ribera del Douro —el Duero, pues—, cada una forrada con sus azulejos de colores —la mayoría, azules— y con sus techos de terracota a dos aguas: una maravilla. En la ciudad hay frisos y muros de mosaicos en casi todos los edificios; por ejemplo, la estación de São Bento, edificada a inicios del siglo xx, está recubierta de veinte mil azulejos en los que se representan escenas de la historia de Portugal. Lo que ignoraba era que el país entero lleva el mismo fabuloso vestido: el azulejo.
Desempacando el azulejo
Los azulejos portugueses recorren estilos y lenguajes de todos los tiempos y llenan de color cualquier paseo o visita. Su empleo es un gusto milenario porque —hay que empezar por el principio—, desde la época antigua, cuando Lusitania era una provincia romana, se empleaban los mosaicos en pisos y muros bajo el mismo principio: crear elementos decorativos a base de piezas cuadradas de colores, como muestran los vestigios de Conímbriga; sin embargo, su material es totalmente diferente al de los azulejos y, desde luego, el resultado, también. Al-zuleique es la palabra árabe de la que se deriva azulejo, la cual designaba la «pequeña piedra lisa y pulida» que utilizaban los conquistadores árabes en la Edad Media. Se trata de un cuerpo cerámico con dos faces —cuerpo de terracota y superficie vidriada—, de espesura y dimensiones variables en función de las posibilidades técnicas y gusto de cada época. Si bien el uso de mosaico es milenario y está disperso en buena parte del mundo, la manera en que los portugueses lo han utilizado a lo largo de más de 600 años terminó por crear una identidad difícil de equiparar. Fue preferido por ser un material de costo reducido, de fácil limpieza y mantenimiento, resistente a las inclemencias de un clima tan cambiante y variado como el de este país, cuyas principales ciudades, Porto y Lisboa, se hallan en la costa, aunque no se deben descartar otras, expuestas al frío y la humedad del bosque, como Covilhá —ligada a los inicios de Portugal—, en la Serra da Strella, donde la Igreja de Santa Maria Maior también atesora sus propios azulejos.
Montando el azulejo
Es preciso señalar que esta azulejería, en cuanto a su forma, se desarrolla en tres vertientes que han coexistido a lo largo de los años: la figurativa, la ornamental y la de patrón. Cada una manifiesta la influencia de estilos europeos y de otras culturas, como la árabe, visible en las primeras aplicaciones, que se remontan a los siglos xv y xvi, cuando aparecieron en Lisboa los primeros talleres de artesanos que revestían muros interiores con páneles policromados; por ejemplo, los de la Igreja do Senhor dos Passos da Graça, fechados alrededor de 1550. Estos azulejos llegaron, de la mano de Manuel i, por la vía castellana: Sevilla, Valencia, Málaga y Toledo. Eran los llamados patrones hispanomoriscos, con motivos geométricos y de lacerías y, más tarde, vegetales. En el siglo xvii, la azulejería de patrón fue la corriente predominante. Los interiores de las iglesias se cubrieron, en muchos casos íntegramente, con azulejos de patrones —sobre todo geométricos, algunos florales y de trazos orgánicos—, cuyos diseños podían ser repetidos hasta el infinito. En la Igreja de Marvila, en Santarém, se encuentra aplicado el mayor patrón que se conoce: ¡se necesitan 144 azulejos para formar el módulo base de repetición!
«A manos del azulejista. La pared en bruto desaparece lentamente Sometida al capricho De una piel de esmalte y de infinito.» Fernando Paixão
En el último cuarto de ese mismo siglo, la figuración es la vertiente predominante, con su característico uso monocromático del azul sobre blanco, vehículo perfecto para la narración de historias, leyendas, vidas de santos, fábulas o naufragios, como muestra el friso de la escalinata del Colégio dos Meninos Órfãos (1754), en Lisboa. Esta etapa se dio, sin duda, debido a la influencia holandesa. Al puerto de Delft, donde tenía sede la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, llegaban las importaciones de la muy preciada y cara porcelana china de la dinastía Ming. Al buscar la manera de competir con aquel producto, los holandeses empezaron a fabricar cerámica decorada en azul sobre blanco y, gracias al comercio, ésta llegó a Portugal para convertirse en una verdadera «sinfonía en azul» que se mantuvo hasta la mitad del siglo xviii. Ejemplo de este periodo son el Convento dos Cardais o la Igreja da Madre de Deus, en Lisboa. A finales del siglo xix y ya bien entrado el xx se retomó la vertiente figurativa en azul, uno de los ejemplos más peculiares y coloridos de este revestimiento es el Palácio da Pena, en Sintra. Fue mandado construir por el príncipe Fernando ii hacia 1836, influenciado por las tendencias eclécticas rescatadas por el romanticismo. Sus fachadas con cúpulas, minaretes, almenas y arcos árabes y románicos forman un conjunto dinámico caracterizado por el color intenso de sus muros cubiertos de azulejos amarillos, azules, rojos y morados. En 1995, fue declarado Patrimonio de la Humanidad. Pegando el azulejo Durante mucho tiempo, el azulejo fue utilizado en el interior de los edificios y sólo puntualmente en sus fachadas. Es a mediados del siglo xix cuando, literalmente, la azulejería cubre las ciudades, al ser aplicada en los muros externos de los edificios. De esta manera, el azulejo pasa del espacio privado al público, llegando a viaductos, fuentes, bancos, letreros y marquesinas, frisos, registros toponímicos, entre muchos otros usos. Por ejemplo, todas las estaciones del Metro de Lisboa se encuentran revestidas de azulejo, con obras de grandes artistas portugueses como Vieira da Silva o Júlio Pomar, práctica que, sin importar la época, se mantuvo desde Francisco de Matos, quien firmó uno de los primeros azulejos, allá por 1584. Si a lo lejos el azulejo anuncia uniformidad, a medida que uno se aproxima, se revelan las peculiaridades del diseño, los detalles del dibujo, la calidad de los trazos, las infinitas posibilidades de un color y la riqueza de las texturas. Por todo esto, visitar Portugal es como visitar una colección vastísima del más variado azulejo, rico en estilos y épocas, que se adaptó tanto al barroco como al manierismo, tanto al rococó como al art nouveau, tanto al romanticismo como al geometrismo. Así que no resulta extraño que en Lisboa también nos sintamos obligados a entrar al Museo Nacional del Azulejo, resultado de los trabajos de João Miguel dos Santos Simões (1907-1972), el mayor investigador y conocedor del tema, quien, en 1971, afirmó: «¡En Portugal, el azulejo continúa vivo!». Y es que este sencillo material ha generado tradiciones, vivencias y cultura al tiempo que ha jugado un papel relevante en la historia universal del arte; una revolución única que alteró definitivamente la fisionomía de las ciudades portuguesas, dotándolas de una atmósfera singular y, sobre todo, que se constituyó como una marca identitaria de este país y de su gente.
Quatro paredes caiadas Um cheirinho à alecrim Um cacho de uvas doiradas Duas rosas num jardim Um São José de azulejo Mais o sol da primavera Uma promessa de beijos Dois braços à minha espera É uma casa portuguesa com certeza É com certeza uma casa portuguesa1 Amalia Rodrigues
«Cuatro paredes encaladas / Olor a romero / Un racimo de uvas doradas / Dos rosas en un jardín / Un San José de azulejo / Más el sol de primavera / Una promesa de besos / Dos brazos esperándome / Es una casa portuguesa con certeza / Es, con certeza, una casa portuguesa.»