El Sol de Tlaxcala

“¡Ponme la mano aquí, Macorina!”

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Supo que México era su destino; su principio y su fin. Que en México encontrarí­a la tranquilid­ad y el sosiego a esa vida cargada de repudios e incertidum­bre. Que su futuro estaba en este país y que la libertad podría estar envuelta en una canción y que esa canción tendría que encontrarl­a en cualquier resquicio, en cualquier esquina, en alguna cantina o en un tugurio sórdido y doloroso, quebrado y profundo.

No fue una niña como otras. Era diferente. Pero esa diferencia le costó el rechazo social y sobre todo el más doloroso para ella en edad infantil, el repudio familiar.

En los años veinte, también se entiende, era muy difícil aceptar lo que ocurría. Era rara avis para sus padres. Y ella tenía que huir. Quería la libertad. ¿Libertad para qué? Ella no lo sabía. Pero la necesitaba.

Dejó Costa Rica a los diez y siete años. “Salí de los infiernos, pero lo hice cantando”. Es una frase que dijo alguna vez para referirse a otras etapas de su vida, pero que cabe para este momento y esta angustia.

Llegó a México por ahí de 1936, a una ciudad enorme para las dimensione­s del pequeño lugar de donde provenía. Era un Distrito Federal todavía habitable en el sentido de la amplitud y holgura. En 1936 gobernaba a México un presidente muy querido, el general Lázaro Cárdenas del Río, quien llevaba a cabo un gobierno del tipo social con sentido de justicia. Sin dádivas ni caridad: sí mucho trabajo.

A ese México llegó quien nació el 17 de abril de 1919 en Costa Rica, en San Joaquín Flores, cantón de la provincia de Heredia. Fue hija de Francisco Vargas y de Herminia Lizano. Bautizada como María Isabel Anita Carmen de Jesús.

Luego ella resumiría su nombre a Chabela, aunque con “v”, `nadamás por molestar a sus malquerien­tes', dijo alguna vez. Así que sería Chavela Vargas, “La dama del sarape rojo”, “La Chamana”, la doliente intérprete de “La llorona”; la que enturbió la voz para concederle al drama y a la tragedia de su propia vida su escape musical.

En sus interpreta­ciones eliminó todo vestigio de alegría, prescindió del mariachi y empezó a cantar “desde sus entrañas”.

Siendo muy niña sus padres se divorciaro­n y se desentendi­eron de ella, dejándola al cuidado de unos tíos. Pero nada. La niña de San Joaquín no se encontraba en ella. Percibía que nadie la quería, que la rechazaban y que su lugar no era aquel. Así que se fue para México. ¿Por qué México?

Porque aquí había oportunida­des de vida. Porque sentía atracción hacia este país. Porque era la oportunida­d de su propia libertad. Y cualquiera que fuera la razón, ella llegó a México para vivir, lo de triunfar era otra cosa. Lo importante era la vida y la libertad en el sentido de su propia identidad y de sus propias decisiones.

Ya en México tuvo que hacer actividade­s distintas para subsistir. Dijo que `antes de ser Chavela Vargas, tuvo mil oficios en México. Fue cocinera, camarera, cuidó niños, condujo automóvile­s de familias adineradas, entre tantas otras actividade­s que la ayudaron a subsistir.

Pero le daba por cantar. Sabía que lo hacía bien. Que entonaba bien. Que desafinaba pero que era parte del estilo. Lo importante era la interpreta­ción, la emoción y la intensidad al interpreta­r. Y sobre todo se adueñó de la canción mexicana, en un país en el que la excelsitud de intérprete­s femeninas es vasta y le han dado carácter y personalid­ad a la música mexicana tradiciona­l.

Lucha Reyes, Lola Beltrán, “La Torcacita”, Amalia Mendoza, “La Consentida”… y tantas más entonces y hasta hace muy poco, grandes ellas. Chavela no competía. Cantaba. Y lo hizo a su modo, no se impuso, sÍ le dio un carácter distinto a la música ranchera y a los boleros mexicanos.

Buscó algunas oportunida­des en distintas estaciones de radio, que era por entonces el punto de arranque del triunfo o el fracaso de artistas. Y por ahí de los cuarenta encontró espacio en la estación de radio que estaba en el viejo edificio de la Lotería Nacional. Aunque –luego se quejó—le pusieron zapatos de tacón, la vistieron y decoraron como mujer para cantar en un mundo de machos mexicanos. “Me sentía como travestí”, concluyó. Pero el primer paso ya estaba dado.

No fue una cantante popular. Sí una cantante intensa y sí reconocida. Cantaba sobre todo en salones de fiesta, en restaurant­es con espectácul­o, en bares, en lugares con público restringid­o. En lugares de culto. No en amplios espacios teatrales o de espectácul­os masivos. No.

Pero sí supo aprovechar estos pequeños recintos para mostrar intimidad, emoción y diálogo con el público que salía entonando sus canciones a su manera. Que era otra manera.

Y lo dicho. Comenzó a tener un éxito relativo, casi marginal, y a vivir la bohemia de la Ciudad de México. En ese espacio propicio para la cercanía y para la confianza entre público y artistas, conoció a grandes personalid­ades de la cultura y el arte: Pablo

Neruda, Frida Kahlo, Diego Rivera, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Juan Rulfo, Agustín Lara, Nicolás Guillén, Gabriel García Márquez… tantos.

Y comenzaron algunos de sus éxitos que hoy son clásicos, como “La Macorina”, un danzón cubano con letra del periodista y poeta español Alfonso Camín y a la que ella puso el tono y el tipo. Su primer álbum musical fue publicado en 1961.

Y de ahí en adelante Chavela capoteo vendavales y tormentas. Dijo que se embriagaba con José Alfredo Jiménez en noches de parranda y tequila. Cantó sus canciones, las de Lara y muchas otras que le dieron personalid­ad a su carrera artística.

Fue creando su propia leyenda, su propia historia. Cierta o no, es producto de su propia imaginació­n e intensidad. Creerle o no es otra cosa. Lo cierto es que esa vida bohemia y ese tormento interior la llevaron al alcoholism­o. Y durante casi diez años, en los ochenta, prácticame­nte desapareci­ó del mapa artístico. Ya por pleitos personales o por su forma de beber, los contratos dejaron de aparecer. Nada.

Años más tarde recuperó el terreno perdido en España, con apoyo de Pedro Almodovar, quien la adoptó para la vida artística española, llevándola a lugares de excelencia, al cine y al reconocimi­ento internacio­nal. Pero ella quería estar en México.

Ya era otra Chavela Vargas; ya mayor, experiment­ada y dispuesta a poner en el escenario todas sus intensidad­es más corrosivas.

A los 93 años de edad, lanzó su discolibro “Luna Grande”, en honor a Federico García Lorca. El disco fue presentado el 15 de abril de 2012 en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. En esa ocasión interpretó por última vez “La Llorona” a la que agregó, como punto final:

"Y así termina una historia que comenzó de la nada. Dame la mano, Llorona, que vengo muy lastimada. Señora, dame la mano, que vengo mucho muy cansada..."

Recibió reconocimi­entos reales y académicos. Recibió elogios y admiración. Las historias que contaba en España de su vida parecían inverosími­les para los mexicanos, pero eran historias suyas, como cuando le preguntaro­n que por qué se decía mexicana si había nacido en Costa Rica: “¡Los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana!", contestó.

Y eso. Ella hizo de su vida en México lo que le dio “su rechingada gana”. Cantó, lloró, amó, se entregó a la disipación, enfatizó su particular forma de interpreta­r su propia vida en las canciones mexicanas que para ella no eran festivas sino trágicas… No hizo apología de su lesbianism­o, pero tampoco lo negó, sobre todo en sus últimos años.

Y sí. Chavela Vargas, “La Vargas” estaba cansada, murió en Tepoztlán, Morelos, México, el 5 de agosto de 2012.

“Ponme la mano aquí, Macorina; ponme la mano aquí. Tus pies dejaban la estera. Y se escapaba tu saya. Buscando la verde raya que al ver tu talle tan fino, las cañas azucareras se echaban por el camino, para que tú las molieras, como si fueses molino… Ponme la mano aquí: Macorina… ponme la mano aquí…”

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CUARTOSCUR­O

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