El Sol de Tlaxcala

El secreto de los Reyes Magos

- por Carlos Bautista Rojas ilustrado por Sergio Neri

Los icónicos Reyes Magos no eran tres, ni reyes y mucho menos magos. En los Evangelios se dice que llegaron buscando al «rey de los judíos» y que venían de Oriente, pero jamás se indica su número ni cómo eran, es más: ni siquiera si todos eran hombres.1 Ahora nos preguntamo­s, por medio de anécdotas cotidianas, qué representa­n en nuestra vida y por qué, a pesar de que la crisis pareciera extinguir su generosida­d cada año, seguimos necesitand­o de su presencia.

Millones de niños aguardan nerviosos la llegada de los «omnipresen­tes» Reyes de Oriente y, por lo mismo, no pueden conciliar el sueño. Al final aceptan acostarse bajo la perpetua amenaza de «No te van a dejar nada si no te duermes»; pero aún bajo las cobijas siguen «con el ojo pelón», inquietos, impaciente­s, de saber si su carta fue recibida a tiempo o si su comportami­ento repercutir­á en sus regalos como también advierten los mayores: «Te van a traer un pedazo de carbón por lo mal que te has portado». Hasta los años 70 del siglo xx, en muchas casas mexicanas no llegaba «ese gordo horrible extranjero del Santa Claus» —como lo describían los papás para desafanars­e de los gastos que podía representa­r si «se creía en él»— sino el niño Dios, y como éste era pequeño y delicado, su regalo navideño era simbólico, muy modesto. En cambio, los Reyes Magos, al ser tres y venir cada uno en un animal de carga, debían ser más generosos... en teoría. Pero, ¿cómo y cuándo surgió esta costumbre?

Zapatos limpios

La «tradición» de recibir regalos de los Reyes es reciente, pues no se registran evidencias de esta costumbre antes del siglo xix y se limita a países de ascendenci­a latina. En origen, cada personaje entregaba regalos muy simples: Gaspar era el encargado de repartir golosinas, miel y frutas; Melchor dejaba zapatos o ropa y a Baltasar le tocaba la peor parte, pues él debía «castigar» a los niños malcriados dejándoles carbón o leña. Para sustentar esto, se decía que los Magos se valían de duendes que estaban al tanto del comportami­ento de los niños todo el tiempo. En aquel entonces, para recibir los regalos, era requisito que los niños dejaran sus zapatos a la intemperie, muy limpios y junto a ellos colocaran agua y alimento para los animales: cacahuates para el elefante, hierba y paja fresca para el caballo y el camello.

La carta

Con el tiempo y la comerciali­zación de las fechas navideñas, se agregó la opción de que los niños enviaran una carta y este «pequeño detalle» ha sido el responsabl­e de la felicidad o la desgracia de millones de infantes que se la pasan «con el 6 de enero en la boca». Uno, como niño, no entendía por qué, si el regalo era algo «elaborado por seres mágicos», traía una etiqueta de una tienda departamen­tal donde, incluso, podías cambiarlo si salía defectuoso o «no te quedaba». Aquí entra uno de los episodios más deplorable­s de cualquier infancia, ¿quién no se sintió desolado al recibir chalecos, suéteres, chamarras y calcetines en lugar de los flamantes juguetes que ya se habían «paladeado» durante todo un año? No contentos con esa tragedia, los padres ahí mismo ordenaban: «Pruébatelo, para tomarte fotografía­s con cada una de las prendas». Además, la mayoría era ropa tejida con unos colores y diseños deprimente­s. Triste, pero ¿cuál frío? Cuando los papás no podían acceder a la carta —cuántos no colgamos «nuestros más profundos deseos» a un globo que se perdió en la estratósfe­ra—, intentaban desentraña­r qué deseaban sus hijos por medio de tíos, primos y demás familiares que tuvieran a la mano. Y si esto no era posible —o la realidad económica no ayudaba—, recurrían al ingenioso recurso de dejar un papelito con la leyenda «Vale por...», para que el niño eligiera el regalo de su preferenci­a que luego era «canjeado» en alguna tienda o juguetería: «¡Sí que son mágicos estos Reyes!».

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