De las corridas de toros Las que
siguen son algunas meditaciones sobre la tauromaquia en México y las consecuencias que su prohibición traería consigo en una tierra como la tlaxcalteca, tan apegada a las tradiciones heredadas de su progenie hispánica.
Tanto era el arraigo que llegó a tener en Tlaxcala la fiesta brava que fue aquí tiempo pasado donde tenía mayor cantidad de adeptos que en cualquier otro lugar de México, en proporción se entiende a su dimensión territorial y al número de sus habitantes. Pocas eran las comunidades que, en sus festividades patronales, no incluían algún tipo de espectáculo taurino; las que no disponían de escenarios fijos y permanentes para montarlo los improvisaban con trancas y palos. El caso es que nunca faltara la presencia del toro, para el divertimento de la gente y para probar el arrojo y destreza de sus lidiadores. Lamentablemente, esa afición por la tauromaquia ha ido declinando y perdiendo los espacios que detentaba en el gusto popular, cediéndolos o compartiéndolos con otras actividades que la globalidad y las comunicaciones del mundo actual trajeron de la mano. Y si a esa tendencia se agregan las nuevas formas de entender y pensar la vida el respeto a la vida animal, por ejemplo caeremos en la cuenta de que las corridas de toros, por lo menos en la forma en que mi generación las conoció, podrían ya estar entrando en su etapa terminal.
LA JUVENTUD NO ENTIENDE DE COSTUMBRES ANTIGUAS
Valorar y proteger los rituales que dan identidad a los pueblos no es tema que interese a la modernidad; al contrario: su impetuoso avance las está arrollando. Sumemos a lo anterior que hay factores endógenos que inciden en la pérdida del respeto al culto ancestral al toro y arrastran a la tauromaquia a una imparable espiral devaluatoria. Son causantes además de la sustancial merma de seguidores sufrida por la fiesta y de la situación de debilidad con la que enfrenta a las corrientes animalistas que demandan su desaparición. Entre los motivos que la degradaron destaca la ausencia de una reglamentación federal que, rigurosamente aplicada, habría garantizado el cabal cumplimiento de sus normas fundamentales. De los engaños y abusos cometidos en daño del público que con su dinero ha sostenido el espectáculo son responsables los elementos de ese complejo tinglado que participa en su organización: autoridades, empresarios, ganaderos, toreros, apoderados, prensa, etc. Unos actuando y otros dejando hacer; difícil es hacer excepciones en ese largo catálogo. No obstante la debacle, aún quedan pícaros que siguen vanagloriándose de sus ardides y sucias triquiñuelas; la honradez, la palabra y la caballerosidad, en cambio, son tratadas con animosidad y distancia.
SI LA MÉXICO CIERRA…
El saldo del retroceso está ahí y lo ilustran las cifras: la catedral del toreo del país, la
Monumental Plaza México, inaugurada en 1946 cuando la capital sólo tenía 4 millones de habitantes, domingo a domingo llenaba sus más de 40 mil localidades en aquellas añoradas temporadas grandes que habitualmente constaban de por lo menos docena y media de festejos, amén de la veintena de novilladas que se programaban en las temporadas chicas. Hoy, la mancha urbana se extiende por todo el Valle de México y alberga a 20 millones de personas a las que no se ofrecen más que esporádicos y cortos seriales que, en promedio, llevan a 18 mil aficionados a los cada vez más despoblados tendidos del
“embudo de Insurgentes”. Este fenómeno