El tamaño del problema
FUERA DE AGENDA
El que la Guardia Nacional dependa legalmente en lo administrativo y operativo de la secretaría de la Defensa Nacional, no resolverá de fondo el problema que ha escalado este sexenio a otras vertientes como la crisis que reventó al interior de las fuerzas armadas. Dos factores asoman con urgencia y han quedado de lado en el debate en el Senado de la República, en torno a los cambios en leyes secundarias para que la GN pase a formar parte de la Sedena.
El primero es que la Guardia Nacional no es lo que el discurso presidencial ha querido presentar como respuesta al agudo problema de inseguridad y violencia que se ha desbordado en el país este tercer año del sexenio. El segundo es que al interior del Ejército y la Fuerza Aérea existe un desgaste entre oficiales con varios años de experiencia, quienes han optado por adelantar su retiro del servicio una vez cumplido el periodo de 20 años que marcan las leyes castrenses, lo que ha originado un déficit de mandos medios.
El despliegue de la GN es disuasivo, por ende no busca acabar con la violencia ni resolver la inseguridad que se ha instalado en la vida cotidiana de los habitantes de la mayor parte del país. Como cuerpo de disuasión cubrirá lo que antes hacían unidades operativas del Ejército, por ejemplo en lugares como Tamaulipas o Michoacán, donde desde hace tiempo han sido comunes los ataques de bandas criminales con fusiles de alto poder a unidades castrenses que patrullan calles y ciudades.
La militarización con o sin Guardia Nacional no es algo de este sexenio, es el resultado de la evolución del desmantelamiento de las policías civiles, locales y a nivel federal, donde la corrupción pudo más que la actitud y el servicio profesional de una minoría que fue borrada del mapa en las últimas dos administraciones, donde sus mandos en altos cargos pactaron sin recato con el crimen organizado.
El empoderamiento criminal no es algo que vaya a resolver la militarización de la seguridad pública. Que las organizaciones criminales disputen al Estado el monopolio de la violencia, es resultado de un proceso de descomposición nacido de la alternancia en el poder político que alcanzó el clímax en el sexenio de Felipe Calderón, cuando la PGR fue desmantelada y la parte nodal de sus funciones las absorbió el Ejército.
Este proceso acusa un desgaste al interior de la milicia, algo que la clase política y gran parte de la opinión pública pasan por alto. Como documentó El Sol de México el pasado 26 de agosto (“Crisis en las fuerzas armadas”), en esta primera mitad del gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha crecido la cifra de militares con experiencia operativa que han decidido darse de baja de la institución por la sobrecarga de trabajo, la desmoralización y el poco apoyo institucional en asuntos legales dentro del servicio.
Como respuesta la Sedena echó a andar a partir del 1 de agosto una directiva para buscar parar esta sangría, se ordenó contabilizar como tiempo doble de servicios las tareas de los militares comisionados en algunos de los siete despliegues operativos en el país.
Porque “el tamaño del problema”, que visualizó López Obrador al iniciar su sexenio que lo hizo cambiar de opinión y conservar al Ejército en tareas de seguridad, tiene distintas y muy complejas vertientes.