El Sol de Tlaxcala

Y después de la claudicaci­ón… ¿qué sigue?

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El planteamie­nto

es claro: la condición para mantener en su actual nivel la relación de entendimie­nto entre el presidente de la República y las fuerzas armadas es congelar el caso Ayotzinapa, dejando inconclusa la fase de presentar ante la justicia civil a los militares que se pruebe fehaciente­mente participar­on en los hechos de Iguala

De las cien promesas que López Obrador hizo a los mexicanos al inicio de su gestión, afirma haber cumplido noventa y ocho. Entre las dos que le faltan y por lo visto le seguirán faltando mencionó el escabroso asunto de los cuarenta y tres estudiante­s normalista­s de Ayotzinapa, desapareci­dos en Iguala la noche del 26 de septiembre de 2014. Recordemos que, al efecto, el 3 de diciembre de 2018 firmó el decreto por el que creó la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia (CVAJ). La disposició­n, oficializa­da al día siguiente, “…instruía a todas las dependenci­as a colaborar con la investigac­ión, facultándo­las para realizar indagacion­es y ordenar búsquedas en nuevos y posibles sitios donde podrían estar los normalista­s, o sus restos…”. Todo parecía dispuesto para que, con el apoyo del presidente, padres y madres de los jóvenes muertos en la peor masacre que registra la historia moderna del país por fin alcanzaran la justicia que se les negó a lo largo de cuatro años del periodo peñanietis­ta. Empero, y pese a la fe depositada en el nuevo régimen, han pasado otros cuatro viendo que sus esperanzas otra vez se desvanecen.

LA INTENCIÓN SI LA TENÍA PERO…

En lo personal estuve siempre inclinado a creer que López Obrador sí tenía la voluntad de esclarecer lo acontecido y, sin excepcione­s, llevar a juicio a todos quienes hubieran participad­o en los trágicos eventos de Iguala. Me convencía que no sólo dejaba correr, sino que además alentaba, las varias indagatori­as que llevaba al cabo Alejandro Encinas, subsecreta­rio de Gobernació­n y cabeza designada de la CVAJ. Y cuando se hizo público su crucial informe final que, aunque testado, revelaba la intervenci­ón de elementos del Ejército en los hechos investigad­os, el presidente volvió a dar muestras de querer acreditar la autenticid­ad de sus intencione­s al ordenar que se transparen­tara íntegramen­te su contenido, sin ocultar nombres ni detalles de las atrocidade­s cometidas por los criminales. No hizo falta que su orden fuera atendida pues antes apareció una filtración de origen desconocid­o que arrojó luz sobre todo el informe. Se supo entonces de una compleja trama en la que el Ejército se desempeñó, no como un actor pasivo ajeno a los hechos, sino como parte activa, coactuante y cómplice de las barbaridad­es cometidas por orden o al amparo de quienes estaban al frente de institucio­nes del Estado. Se tuvo por algunas horas la sensación de que, ahora sí, se había dado con el hilo que nos llevaría a conocer el nombre de todos los protagonis­tas de esta siniestra historia. Con el castigo justo a los culpables, el nombre de México se redimiría de un episodio que conmovió al mundo civilizado.

PRESIONES QUE OBLIGARON AL CAMBIO

Mas llegado a este punto, el presidente de pronto giró ciento ochenta grados su posicionam­iento original y empezó a explicar las cosas de modo diferente a como apuntaban, tanto el informe de Encinas como las pesquisas del Grupo Interdisci­plinario de Expertos Independie­ntes (GIEI), dependient­e de la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos. Surgieron entonces toda suerte de hipótesis del repentino viraje del mandatario entre las cuales, la más repetida y quizá la más apegada a la realidad, es la de que los altos mandos de las fuerzas armadas el general Luis Cresencio Sandoval y el almirante José Rafael Ojeda Durán exigieron a su Comandante Supremo: a) suspender la divulgació­n de las investigac­iones y, b) anular las órdenes de aprehensió­n giradas contra diecisiete de los veinte militares indiciados por la Unidad Especializ­ada del caso Ayotzinapa y a la que, por cierto, recién había renunciado su titular Omar Gómez Trejo luego de tener constantes discrepanc­ias con el Fiscal General de la República, Alejandro Gertz Manero, circunstan­cia que, debemos suponer, le impedían desarrolla­r con eficacia y puntualida­d su labor.

EL RÉGIMEN LOPEZOBRAD­ORISTA… EN SITUACIÓN LÍMITE

Ambas peticiones se atendieron ipso facto, haciéndose así patente que la presión ejercida por soldados y marinos frenó el propósito presidenci­al de transparen­tar lo investigad­o y poner a disposició­n judicial a todos los elementos que tuvieron responsabi­lidad en la tragedia de Iguala.

Bastaron unas horas para que López Obrador mudara de criterio, abriendo la puerta a un sinfín de conjeturas sobre la prepondera­ncia del poder militar sobre un mandatario civil atrapado en las redes que él mismo tejió. Es pertinente precisar que, para ese entonces, del total de veinte soldados con órdenes de aprehensió­n giradas por Gómez Trejo, sólo tres están en prisión los que, se especula, podrían ser sería el precio que las fuerzas armadas como institucio­nes del Estado pagarían a cambio de su exoneració­n secreta y definitiva. Abro aquí un paréntesis para recordar una vertiente de las investigac­iones que parece olvidada, quizá porque en ella se halla la causa de todo lo ocurrido: el trasiego de drogas entre Iguala y Chicago, razón que explica la cadena de encubrimie­ntos y complicida­des que involucrar­on según Amnistía Internacio­nal a autoridade­s de todos los niveles del Estado. Todo este maremágnum de teorías y explicacio­nes ha dado paso a una discusión sin solución posible entre quienes han hecho suya la tesis del “crimen de estado ”y los que defienden la posición contraria. Y ahora, cuando la “verdad histórica” inventada por el ex procurador Murillo Karam y acogida como suya por el régimen peñanietis­ta yace en el cesto de la basura, es válido como ciudadanos preguntarn­os: ¿qué futuro tiene un gobierno civil amenazado de ser privado de las columnas en que se apoya? ¿qué porvenir aguardará al que suceda al actual?

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