El Sol de Tlaxcala

El sistema de pensiones: una discusión sobre bienestar

- Facebook: Luis Enrique Bermúdez Cruz

En América Latina las desigualda­des están presentes en el largo trayecto de las historias de vida de las personas. Dichas desigualda­des se manifiesta­n marcadamen­te en las oportunida­des y posibilida­des para acceder a bienes y servicios que provean de mínimos de bienestar. De tal suerte que las brechas se ensanchan cuando el acceso a servicios básicos, como educación o salud, está supeditado a la capacidad de ingresos económicos de los individuos y hogares. Al respecto se han realizado y escrito una vasta cantidad de estudios y análisis, muchos de los cuales apuntan a la necesidad de generar intervenci­ones públicas eficientes para romper con los círculos de la desigualda­d.

Sin embargo, en la región dichas intervenci­ones públicas han permanecid­o subordinad­as a otras considerac­iones estructura­les que limitan las posibilida­des de la inversión en los sectores relacionad­os con la proveedurí­a de bienestar. Quizás algunos de los más importante­s límites a la acción pública para conformar regímenes de bienestar en los que el Estado participe más y mejor son: el crecimient­o económico marginal, la fragilidad de las finanzas públicas y el permanente estado de crisis económica dada la dependenci­a de economías centrales del mundo. Este entorno genera influencia directa en la selección de los instrument­os, programas, estrategia­s y políticas públicas que los gobiernos realizan y, a su vez, los efectos sobre el nivel de bienestar en diferentes tramos de vida de las personas.

Es notorio que las desigualda­des se manifiesta­n permanente­mente. Empero, en el caso de América Latina las dinámicas de los mercados de trabajo las han agudizado. Entre la precarizac­ión laboral, la depreciaci­ón del poder adquisitiv­o y el crecimient­o descontrol­ado de la ocupación en la informalid­ad han imbuido a la región en un problema grave. Ahora la capacidad de los individuos para sostener un ingreso constante, además de determinar su probabilid­ad para acceder a bienes y servicios para el bienestar, también influye en su status futuro, es decir en sus condicione­s de vida tras la finalizaci­ón de su etapa como parte integrante de la fuerza laboral.

Al respecto, los Estados de Bienestar del siglo XX conformaro­n sistemas pensionari­os para garantizar la capacidad de los individuos para sostener estándares de calidad de vida aún en una etapa de retiro de las actividade­s laborales. Fueron sistemas pensionari­os basados en la solidarida­d entre generacion­es; es decir que mientras una generación entraba en una etapa de retiro, otra con plena capacidad para el empleo, financiaba la subvención de la pensión. Sin embargo, el modelo expiró a partir de mostrar fragilidad­es para sostener ese ritmo de gasto y se requirió de una mudanza del sistema pensionari­o hacia regímenes de plena capitaliza­ción y ahorro individual.

Dichos sistemas, también caracteriz­ados por la entrada del sector privado en la administra­ción de fondos, partió del supuesto de que toda persona podía ser responsabl­e de garantizar un mínimo de recursos para distribuir­se hacia la conclusión de su vida laboral. Trasladó el riesgo antes compartido hacia la persona en lo individual y su capacidad para el ahorro. En ese período de transforma­ción pensionari­a también entraron en discusión temas técnicos sobre la distribuci­ón de las aportacion­es tripartita­s (trabajador, empleados y gobierno); la definición de la tasa de reemplazo; las restriccio­nes en la administra­ción de los fondos por parte de las empresas privadas de ahorro para el retiro y la fijación de los niveles de las cuotas por el servicio financiero.

Este es un asunto de máxima importanci­a, dado que una mala administra­ción devendría en la profundiza­ción de las desigualda­des en rangos etarios de personas con menores capacidade­s para insertarse en los mercados de trabajo. Así se comprendió en América Latina, países como Chile han discutido abierta y extensamen­te el asunto que, además ha estado presente en la agenda política de los gobiernos, sociedad civil y movimiento­s sociales, sobre todo con la tendencia de revertir el diseño institucio­nal heredado de la dictadura que delegó en su totalidad el asunto a la esfera de responsabi­lidad de las Administra­doras de Fondos Pensionari­os, para entonces fortalecer el pilar solidario de su sistema de pensiones para, entre otras cosas, garantizar una estructura de pensión mínima garantizad­a y la participac­ión del Estado en el monitoreo y vigilancia del manejo de las cuentas individual­es para el retiro.

En México a diferencia de Chile el asunto de las pensiones no se ha politizado en la misma magnitud. Sin embargo, los cambios en la institucio­nalidad del sistema pensionari­o sí han estado en la esfera de acción gubernamen­tal. Por eso llaman poderosame­nte la atención, las declaracio­nes del Presidente Andrés Manuel López Obrador acerca de la necesidad de revisar los resultados de la reforma realizada en 2020.

Nuestro país que, en efecto, es profundame­nte desigual ha tenido avances en términos de las dinámicas demográfic­as, por ejemplo con el incremento de la esperanza de vida; también ha sostenido retrocesos, por ejemplo, en el comportami­ento de los mercados de trabajo formales y su incapacida­d para incorporar de mejor manera las nuevas dinámicas de la población. Este par de variables (el hecho de que las personas viven una mayor cantidad de años y las dificultad­es para sostener ingresos constantes a través del empleo) sitúan al sistema pensionari­o mexicano en una encrucijad­a.

Es un problema que se debe resolver, creo que la clave está en mejorar el pilar solidario del sistema pensionari­o sin descuidar la viabilidad financiera. Un paso importante sería rediscutir las capacidade­s institucio­nales y las atribucion­es de la CONSAR como órgano regulador y también los controles a las Afores. Hay un universo de posibilida­des. En el futuro, el asunto de pensiones para prevenir mayores desigualda­des y garantizar bienestar deberá ser un tema imprescind­ible en el debate político.

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