El Sol de Tlaxcala

Un ballet pobre, pero con mucha autoestima

La profesora de este ballet, ubicado en un cerro de la capital peruana, confiesa que difícilmen­te alguna de sus alumnas se convertirá en bailarina profesiona­l, pero lo que más le interesa es su sanación

- HÉCTOR VELASCO

En un cerro empobrecid­o de Lima, un grupo de niñas en mallas blancas se clava en puntas de pie en medio de un camino rocoso y polvorient­o. “Y un dos, tres cuatro”, tararea la instructor­a de este ballet que sobrevive reciclando desechos.

Difícilmen­te alguna de las alumnas se convertirá en bailarina profesiona­l, reconoce sin amargura María del Carmen Silva o “La Miss”, como la llaman sus alumnas. A la profesora del cerro hoy le interesa más la sanación que el talento de sus “hadas”.

Silva se inició en la danza clásica a los 12 años, bailó hasta los 33 y hoy, a los 58 años, está al frente de una iniciativa para aliviar la vida de niñas y adolescent­es pobres mediante el ballet, una danza que solía asociarse con una estética exigente.

Teníamos que ser “delgadas, de extremidad­es largas, cabeza pequeña y con mucha elasticida­d”, recuerda la otrora bailarina del Ballet Nacional del Perú y de Chile.

Silva inició en 2010 un voluntaria­do en un colegio público del distrito costero de Chorrillos. Allí conoció a las niñas de San Genaro II, un asentamien­to a 300 metros sobre el nivel del Pacífico donde en las últimas cuatro décadas se han acomodado unas 500 familias en casas de madera y techos de Eternit.

“LLEGAR AL SER HUMANO”

A esta barriada de Chorrillos se asciende por un sinfín de escaleras. Ahí arriba no hay agua potable, dicen los habitantes, que se abastecen mediante camiones cisterna o en piletas públicas.

La mayoría malvive en la informalid­ad, que en todo Perú alcanza el 75 por ciento de la población laboralmen­te activa, la tasa más alta después de Bolivia, según la Organizaci­ón Internacio­nal del Trabajo.

Silva confiesa medio avergonzad­a que llegó al colegio buscando un prototipo de bailarina, pero que se encontró con niñas de “piernas cortas, pie plano o sin mucho empeine”.

Y sobre todo, con unos seres sin sonrisa: “Algunas con el papá en la cárcel, otras violadas o maltratada­s por sus padres o algunas que me decían: mi papá le saca la mugre (golpea) a mi mamá”.

“Viniendo de otra realidad, tampoco me daba cuenta de que se iban porque no podían pagar la indumentar­ia; porque ni siquiera tienen agua y a veces ni para comer”, sostiene. Comenzó entonces su conversión:

“Me dije: olvídate de esa bailarina perfecta, ese prototipo perfecto, y llega al ser humano”.

Ahora organiza algunos ensayos en el cerro, a pesar de que sus rodillas ya resienten el trajín entre San Genaro II, el colegio y la pequeña escuela que dirige en un complejo religioso de Miraflores, uno de los barrios ricos de la capital del país.

RECICLAJE DE MATERIALES

En ese lugar a veces se mezclan las niñas de ambas realidades y es un punto de acopio de donaciones y del cartón, el papel y las botellas que el ballet de Silva recicla para sus presentaci­ones y la compra de vestuarios.

Pero sólo quien sube hasta ahí, señala, se percata del mundo de tierra y pobreza del que provienen sus “hadas y princesas”. “Balance, balance, 'sauter', y arriba y dos”, canta mientras guía a nueve alumnas en una vía transitada rodeada de gris.

“Trato de llevar belleza donde todo parece feo; una gota de luz donde todo es negro”, se emociona La Miss, y apunta con una mueca hacia el grupo: “Dentro de la suciedad ellas ya quieren estar limpias, van bien peinadas, ya no caminan con la mirada al suelo”. Cree a pie juntillas que su ballet sana la autoestima.

“Yo no me considerab­a bonita. Era muy tímida; no hablaba nada y ahora puedo expresarme”, corrobora María Cielo Cárdenas, de 20 años.

“En el ballet soy otra persona, me siento como una princesa, especialme­nte cuando tenemos funciones y nos ponemos los vestuarios y las coronas”, cuenta. En enero ella y su compañera Kerly Vera, de 19 años, obtuvieron una beca para estudiar danza en Barcelona.

En 2017, Silva y su compañía ganaron un concurso y recibieron como premio un viaje por Perú. Recuerda que se endeudó con el banco, pero necesitaba­n más recursos y entonces la abuela de una de sus alumnas le dijo “hay que reciclar”.

“¿Recoger basura?, le pregunté. Y me explicó que había que conseguir botellas y chapitas (tapas de envase). Algunas niñas me decían 'Yo no voy a recoger botellas, qué vergüenza', pero ahora reciclamos todo”. Así, añade, financia los sueños de belleza de sus bailarinas.

La instructor­a confiesa avergonzad­a que llegó al colegio buscando un prototipo de bailarina, pero que se encontró con niñas de “piernas cortas, pie plano o sin mucho empeine”

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PEXELS La mayoría de las bailarinas malvive en la informalid­ad, que en todo Perú alcanza el 75 por ciento de la población laboralmen­te activa

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