“Prohibido prohibir”
“La libertad comienza por una prohibición”. Uno de los lemas más conocidos del centro toral de lo que fue la gran revolución juvenil del Siglo XX. En Francia, Alemania y Estados Unidos germinó, con una fuerza avasallante, esta rebelión de jóvenes hastiados de la falta de libertad, de Derechos, de Garantías.
Su ejemplo proliferó en otras naciones y en México, ese año de 1968, culminó con la matanza del 2 de Octubre. A la cabeza de los estudiantes, tanto en el Continente Europeo, como en el Americano, grandes filósofos, maestros, escritores y una gran parte de la intelectualidad dispuesta a que, los distintos gobiernos reconocieran que había llegado la hora de dar paso al pensamiento vivo, crítico.
Años previos en los que, cualquier intento por cambiar el estado de cosas se pagaba con sanciones brutales. Tiempos en los que se aniquilaba, mediante la represión, la posibilidad de expresarse. A pesar del reconocimiento a figuras como Sartre, Marcuse, Adorno, entre tantos otros, el Estado rechazaba la vía democrática por la que daban la batalla.
Años de silencio, de prensa amordazada, de clandestinaje para reunirse con los iguales, de reuniones en las que predominaba el susurro. Hasta que reventó y se tomaron las calles, exigiendo se les escuchara.
A cincuenta años de la muerte, de un todavía incierto número de estudiantes, los líderes todavía vivos pintan canas y, a pesar de que la rebelión supuso un parteaguas, muchas de las revindicaciones, a las que se aspiraban, siguen sin cumplirse.
Sobre lo sucedido se ha escrito hasta el agotamiento. Versiones fidedignas se encuentran con otras fantasiosas, cuando no de plano falsas. Entre tantos textos, quienes intentan aproximarse a la verdad pueden hacerlo. Quedan voces autorizadas para develar el origen y las causas que culminaron en la masacre de Tlaltelolco.
Los “sobrevivientes” identificables –la mayoría pasa de los 65 años-, llegan a esta fecha en plan de aquelarre: ni se ponen de acuerdo ni algunos comparten las visiones de otros.
Un tercer sector es el de ciertos políticos, que “aspiran a subirse al carro de la gloria”, cuando en aquel entonces eran diligentes miembros del Revolucionario Institucional y aplaudían las órdenes de un Gustavo Díaz Ordaz y un Luis Echeverría. Ahora se envuelven en una bandera, que no les corresponde y fingen haber sido parte de lo que, a la larga logró cuando menos, acercarnos a una cierta democracia.
Miles y miles participamos, desde nuestra trinchera tipo hormiga, en aquellas enormes masas movilizadas. Queríamos algo distinto, resumible en el concepto de libertad contra una época rígida, sin posibilidades de externar una línea de pensamiento, una creencia; un deseo de romper muros que aprisionaban.
Había miedo: ver el despliegue militar y saber que te jugabas el pellejo; sentir la furia de los “halcones” arremetiendo contra lo que se encontraban a su paso. Se superaba con cánticos, charlas entre amigos y la esperanza de que las autoridades se doblarían.
A la muerte de tantos y el encarcelamiento y exilio de muchos más, anidó la rabia y el resentimiento contra el mal gobierno y sus brazos ejecutores. Quedó la semilla que todavía tardó en dar frutos, pero, a medio siglo son palpables y confirman que ningún sufrimiento fue en vano. Lo importante es seguir adelante, sin conformismos ni ataduras, en plena lucha por los Derechos Humanos, por un Estado de Derecho y por la libertad.