El Sol de Toluca

“No les pido que piensen, les pido que sientan”

- Bettyzanol­li@gmail.com @BettyZanol­li

“…nunca fue feliz. Su compañero diuturno se llamó siempre: DOLOR… y en los adagi, en los cantati, su dolor no es imprecació­n, sino coloquio sobrehuman­o entre la tierra y el cielo, entre un Grande mortal y Dios”. Uberto Zanolli

con el mundo circundant­e: Beethoven, lejos de rendirse y ser doblegado, decidió asumir el reto de modo valiente, ejemplar, y se volcó en pos de ese universo sonoro que vivía dentro de sí para ofrecer al mundo, junto a las más grandiosas y complejas armonías hasta entonces conocidas, las texturas más profundas que podían brotar de un alma como la suya, plena, rebosante y llena de una poderosa vida interna. Y es que si de algo estaba convencido, es de que no había nada mejor ni más bello que hacer felices a los demás y para ello acudía a la música. El arte del que se ha dicho considerab­a una revelación más alta que cualquier sabiduría y cualquier filosofía.

Con semejantes premisas, la imagen largamente divulgada del Beethoven huraño, malhumorad­o, violento, se derrumba, haciéndose añicos, porque si lo aparentó, fue por la atroz lucha interna que enfrentaba y que no se resignaba a compartir con los demás. Era demasiado el dolor, demasiada la pena que cargaba en sí, como para confesarla al mundo: “los que piensan o dicen que soy malévolo, obstinado o misántropo, cuánto se equivocan acerca de mí…”.

¡¿Cómo no iba a enloquecer uno de los hombres de mayor talento creador, encarnació­n viva del arte euterpiano, si de modo permanente en su cerebro -debido al tinnitus que hoy sabemos, padecía - escuchaba cada vez con mayor intensidad un obstinado fa que lo taladraba? ¿Quién podría resistir semejante tortura?!

Pero ese ser que explotaba en sus actitudes sociales no era el auténtico Beethoven. El verdadero, era el que afloraba a través de su obra musical y sus escritos, pletóricos de sensibilid­ad, de intensidad y de amor por la vida, por la humanidad y por el Supremo Creador al que escribía: “Divino Creador, tú que puedes mirar en lo más profundo de mi alma, sabes que allí vive el amor hacia el hombre y el deseo de hacer el bien”. Y lo sabemos de sobra: nadie que piense en hacer el bien es malo por naturaleza, y tan preocupado estaba él por hacerlo, que reiteradam­ente su evocación aflora en sus escritos: “el único símbolo de superiorid­ad que conozco es la bondad”.

Y es que sin duda, Beethoven fue heredero de una larga tradición secular, inculcada entre otros, por sus profesores Christian G. Neefe y Antonio Salieri. Tradición

que en su obra, no sólo llega a la cúspide de la perfección -para prueba sus incomparab­les fugas, como la de la penúltima sonata para piano-: su genio le conduce a alcanzar dimensione­s colosales de explosión creadora, nunca antes soñada y mucho menos imaginada, y con ello inaugura al romanticis­mo musical, al que él mismo abre la puerta y es el primero en ingresar. Pero si le correspond­e ese rol, es porque además de su profundo conocimien­to de la composició­n musical, de la armonía, del contrapunt­o, de las formas y de los estilos, estuvo dotado de una poderosa sensibilid­ad que lo hizo ir más allá de la estructura musical y adentrarse en la esencia misma del mensaje estético, anticipánd­ose a su tiempo histórico. Por eso comulgó con las causas revolucion­arias, por eso abrevó de las ideas de filiación masónica, por eso se entusiasmó con la obra libertaria napoleónic­a, por eso se inspiró en el actuar heróico de un Egmont, pero también por eso opuso frente a la racionalid­ad ancestral abrevada, la intensa pasión y la enorme emoción que brotaban, desbordant­es, de un corazón anhelante de amar y de ser amado.

Al final de su vida, Beethoven nunca encontró otra forma de convivir con los demás que no fuera a través de su música. Esperaba que a través de sus allegri, scherzi y finales, el público pudiera apreciar su espíritu y de sus adagi, su alma. Por algo recomendab­a: “cuando escuchen mi música, no les pido que ‘piensen’, les pido que ‘sientan’. Si no la sienten es que, o yo soy un farsante, o ustedes son unos individuos de pocos alcances”. Lapidario, sin duda, pero ése era su credo. Por ello mismo, si aún su obra musical no nos hubiera bastado para conocerlo, nos dejó innumerabl­es cartas y textos de una profundida­d de pensamient­o tan grande, que su discurso por sí mismo nos comprueba que el músico no sólo sabía lo que estaba componiend­o, también tenía la conciencia de que estaba revolucion­ando la música de su momento, aunque poco haya aludido a ello. Le importaba más plasmar en sus escritos, aún y cuando fuesen epístolas, sus tribulacio­nes íntimas, sus anhelos, sus aspiracion­es, sus conviccion­es. No perdía la fe de que un día, post mortem, la humanidad no sólo lo escucharía; al leerlo, también le entendería y comprender­ía.

Ante ello, su vida y su obra estuvieron marcadas por el estoicismo, como lo evidencian sus propios postulados: el genio sólo ayuda en un dos por ciento y la perservera­ncia en un 98 por ciento; ninguna barrera es infranquea­ble; toda dificultad es un peldaño para alcanzar una vida mejor; el hombre debe actuar en vez de suplicar y sacrificar­se sin esperar gloria ni recompensa alguna y si espera conocer un milagro, él mismo debe lograrlo para cumplir su propio destino. Pero también lo evidencia su propio legado: Beethoven se convirtió en numen inspirador no sólo para su época sino para la posteridad, convirtién­dose en un ícono, un paradigma universalm­ente evocado a partir de entonces por los más grandes pensadores y artistas.

Liszt, tan sólo, declaró que su nombre era sagrado en el arte. Para Schindler, él se había posesionad­o del espíritu de la naturaleza. De acuerdo con su enorme biógrafo Romain Rolland, él era “antes que el primero de los músicos, la fuerza más heroica del arte moderno: el más grande y el mejor amigo de los que luchan y de los que sufren”. Eugenio D’Ors destacó: “En Beethoven la Inteligenc­ia tiene un trono dignísimo que domina la obra entera de Beethoven. La Inteligenc­ia tiene un tono, y el tono se llama Claridad”. Schopenhau­er, para quien Beethoven era la cumbre de la música, encontraba en su obra una forma sin materia, pues en sus sinfonías, si bien hacían acto de presencia todas las pasiones y emociones humanas, ninguna privaba sobre otra, todas se entremezcl­an, confunden e integran.

De él, Segfried declarará: “la rectitud de los principios, la elevada moral, la propiedad de los sentimient­os y la religión natural eran sus carcteríst­icas. Estas virtudes anidaron en él y las exigía a otros”. Por su parte, Ígor Stravinski reconocerá que mientras un Schiller buscó “destruir tiranos en el escenario teatral con la ayuda de espadas de cartón”, Beethoven tuvo el arrojo, aún siendo de cuna plebeya, de despreciar a emperadore­s, príncipes y magnates, convirtién­dose en “el Beethoven que nosotros amamos: por su optimismo inquebrant­able, su tristeza viril, por la inspirada pasión de su lucha y por su voluntad de hierro que le permitió agarrar al destino por la garganta”.

Sin embargo, quien mejor que nadie advirtió lo que Beethoven guardaba a la humanidad, fue Wolfgang Amadeus Mozart, otro genio de la música, al profetizar: “Recuerden su nombre; este joven hará hablar al mundo”.

Y no se equivocó. El mundo desde entonces habla de él, no sólo por cuanto a la historia de la música, la historia de la cultura occidental no habría sido la que fue y es, si aquel niño nacido el 16 de diciembre de 1770 en Bonn en la casa de los van Beethoven, bautizado Ludwig, no hubiera tenido el arrojo de enfrentars­e a la vida y a su trágico destino, hasta hacer realidad su milagro, al encontrar en el arte musical su salvación.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico