El Sol de Toluca

Tristeza dolorosa

La tristeza que más duele es la de la muerte. No sé si hay otra que entristezc­a más.

- selata@hotmail.com

Siempre que muere alguien de nuestra estima, sentimos consternac­ión. Apenados estamos quienes conocimos a estos tres personajes. No poder acompañar a deudos en esos días nos pesa. La edad que vivimos nos hace sentimenta­les; dolida se torna el alma, saber la muerte de un amigo o la de un hombre de bien. No fue egoísmo lo que nos alejó de sus exequias; fue la imposibili­dad de caminar solos, por los años que cada día nos encorvan más.

Todos la hemos sentido. Dolorosa es, cuando mueren nuestros padres o hermanos. Pesarosa, cuando los apreciados amigos emprenden el tránsito hacia el horizonte en que está la eternidad.

Desde el 2 de enero me invadió la tristeza. Ese día murió Jaime Villar Mirón. Dos, después Rolando Benítez Bringas y, apenas hace cinco, don Antonio Gómez Alcántara. Murieron uno tras otro. Como si se hubieran puesto de acuerdo. La muerte de Rolando repentina, en horas en que empezaba la penumbra de la noche. Nunca supe que estuviera enfermo de muerte.

Jaime y don Antonio sabían que por sus enfermedad­es, cada día que pasaba, era uno menos. Tenían ganas de vivir. Pero su organismo, agotado por la enfermedad, no resistió más. Y consciente o inconscien­temente, se fueron de repente.

Se conocieron. Si no fueron amigos, sí compañeros de profesión. Eran los tres, licenciado­s en derecho.

Fuimos más o menos contemporá­neos. Dos o tres años separaban nuestras vidas. Meses antes que llegara el terrible mal que atenta contra la humanidad; por separado desayuné con ellos. Jaime asistía a los almuerzos de nuestra generación universita­ria. Con Rolando, en los habituales, que reunía a los “Vampiros”, también universita­rios. A los dos se les veía bien. Sanos los creí.

Jaime Villar fue docente en la Facultad de Derecho. Con probidad reconocida ejerció la función notarial. La ciudad de Lerma fue el asiento por muchos años de su numerada notaría.

Rolando en todo tiempo fue abogado postulante. Con mano firme ejerció su profesión en los tribunales del estado. Desconozco si trabajó alguna vez para el servicio público. Creo no.

A don Antonio lo sabía sano. Ejercía su especialid­ad de abogado laboralist­a. Esta fue su vocación. Destacó, sin embargo, en el servicio público; en la docencia universita­ria. En ambos campos demostró capacidad profesiona­l.

Qué no se sabe en la comunidad en que vivimos. Alguien que le apreció comentó: “Toño está enfermito. Está estable; muy bien atendido”. Así conocí su estado de salud.

Siempre que muere alguien de nuestra estima, sentimos consternac­ión. Apenados estamos quienes conocimos a estos tres personajes. No poder acompañar a deudos en esos días nos pesa. La edad que vivimos nos hace sentimenta­les; dolida se torna el alma saber la muerte de un amigo o la de un hombre de bien. No fue egoísmo lo que nos alejó de sus exequias, fue la imposibili­dad de caminar solos, por los años que cada día nos encorvan más.

Tristes y de luto están sus familiares. Escribo estas líneas necrológic­as como una forma de acompañar su infinita tristeza. Con estas les digo: “Los acompaño en su sentimient­o”.

Las lágrimas de sus esposas y de sus hijos humedecen los pétalos de las flores que cubren su sepulcro.

“Murieron en paz”, decía el pueblo viejo. “Bienaventu­rados ellos, que ya están con Dios”. Otra vez, la voz de los ancianos.

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