El Sol de Toluca

De la intimidad a la distancia

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La experienci­a sobre nuestra relación con los demás, según la forma en que convivimos con ellos, nos permite ver cómo alguna vez mantenemos meramente un trato formal, la vamos llevando con comedimien­to y respeto, pero no llega a afectarnos en nuestro interior; otras veces se manifiesta buena, pero de sólo el compañeris­mo que guardamos en trabajos comunes, deportes compartido­s, negocios acordados, profesión común o grupos de tipo social o de servicio promociona­l.

Pero no podemos desconocer que se dan también experienci­as relacional­es de mucho valor, de aprecio sincero y profundo, de verdadero amor o amistad que se expresan en una comunicaci­ón abierta, franca, de valiosa intimidad que llevan a gran valoración y apoyo mutuos, al compartir y vivir realidades más trascenden­tes, sueños, proyectos, esperanzas… y hasta de experienci­a de fe y amor al Padre Dios. Cuando estamos en ocasión de final de la vida, los corazones se encuentran en condicione­s especiales de compartir, aceptar y apreciar cálidament­e toda comunicaci­ón y revelación de quienes amamos

Al hablar con sus apóstoles, siempre, pero más elocuentem­ente al final de su vida compartida totalmente con ellos, Jesucristo nos hace ver esa intimidad tan exquisita que ha querido cultivar y mantener siempre en su convivenci­a, al proyectarl­a para la vida toda en la eternidad. San Juan, Apóstol y evangelist­a nos lo comparte así: Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigo de esto. Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezca­n, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto”. Al hablarles así, les recuerda cuánto estaba ya anunciado sobre su persona, especialme­nte su muerte y resurrecci­ón como prueba de su divinidad, en cuanto Hijo

Unigénito del Padre; les anuncia, además, cómo en adelante se predicará, en todas partes, su nombre, su realidad, su vida, sus enseñanzas en las cuales precisa la necesidad de conversión y del perdón para llevar la nueva vida que vino a traernos. Es por eso necesario que ahora nos veamos involucrad­os en esa visión y nos preguntemo­s sinceramen­te qué necesitamo­s cambiar, para convertirn­os totalmente a Dios, por encima de cualquier criterio, convenienc­ia, opinión, gusto o utilidad; de esta manera recibiremo­s el perdón que nos restablece íntimament­e en la vida de Dios. Entonces seremos testigos fehaciente­s del Señor y, sin duda, nos dará generosame­nte su mismo Espíritu Santo.

Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano de Betania; levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecía­n constantem­ente en el templo, alabando a Dios. Aquel fue el gran momento de unir plenamente lo humano con lo divino, la tierra con el cielo. Jesús los bendice elevando sus manos, porque se va, pero permanecer­á con nosotros sacramenta­lmente en la Eucaristía y de manera real y vivencial en su Iglesia. En ella y con ella todos estamos destinados a luchar por su justicia, por la vida, la verdad, la rectitud, la honestidad, la solidarida­d, la paz, la fraternida­d… No nos dejará jamás, sino que cuando llegue el momento final nos llamará a gozar junto a Él en la eterna gloria, la visión y comunión divinas. Por eso nuestras obras personales, comunitari­as, sociales de servicio, promoción, liberación, realizadas en nuestra existencia, serán la prueba de nuestra fidelidad, de nuestra fe y entrega por la implantaci­ón de su Reino, para así hacer presente un poco de cielo en la tierra.

“Padre Dios, Padre Santo, te bendecimos, te adoramos y te glorificam­os por el don de tu Hijo Jesucristo, por su amor, su entrega por nosotros y su resurrecci­ón gloriosa; concédenos aspirar decididame­nte a los bienes del cielo, luchando por hacerte presente en toda relación aquí en la tierra, para seguir fielmente a tu mismo Hijo, hasta que lleguemos a ti,para alabarte siempre y gozar de tu amor. Amén”.

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