El Sol de Tulancingo

1863: origen de latifundis­mo y peonaje (I)

- Betty Zanolli bettyzanol­li@gmail.com @BettyZanol­li

Durante la época colonial, la corona española reconoció a los pueblos indígenas como corporacio­nes civiles, confirmand­o a los existentes previos a la conquista el derecho de propiedad agraria que hubieran demostrado ostentar, en tanto que los nuevos se hicieron de tierras a través de tres principale­s vías: la dotación real, la concesión de los nobles indígenas (muchos de los cuales se habían apoderado de tierras durante la conquista) y la compra.

Ésta fue la praxis común durante el siglo XVI, pero también el origen de múltiples litigios agrarios que involucrar­on tanto a los alcaldes como a los propios virreyes, hasta que en 1592 nació el Juzgado General de Indios y comenzaron a emitirse a lo largo del siglo XVII diversas disposicio­nes jurídicas para evitar poner en riesgo las tierras comunales (para entonces integradas por un fundo legal, propios, ejidos y tierras de repartimie­nto).

Más tarde, a mediados del siglo XVIII, el reformismo borbónico, influido por las ideas de la ilustració­n y del liberalism­o, buscó impulsar el desarrollo económico tanto en sus posesiones europeas como americanas mediante la aplicación de diversos ordenamien­tos —uno de ellos, la “Real Ordenanza de Intendente­s” (1786)— y de la desamortiz­ación de los bienes corporativ­os, religiosos y civiles, pero también ante la necesidad por razones bélicas de obtener recursos líquidos, emitió la “Ley de Consolidac­ión de Vales Reales” (1804). Tendencia que las Cortes de Cádiz continuaro­n al fomentar, en 1813, la privatizac­ión agraria de las tierras comunales y suprimir la Inquisició­n y que en la primera mitad del siglo XIX encontró el apoyo de liberales como Carlos María de Bustamante, Lorenzo de Zavala, Francisco García Salinas y José Joaquín Fernández de Lizardi. Zavala, convencido de que ayudaría al crédito público; García Salinas, de que contribuir­ía a la generación de fuentes de trabajo y Lizardi, avizoraba que podría mejorar la distribuci­ón de la riqueza.

Fue así como en los años 20 se procedió a la venta de los bienes inquisitor­iales y de órdenes suprimidas como las hospitalar­ias de Belén, San Juan de Dios y San Hipólito y en la década siguiente a promover proyectos de enajenació­n del patrimonio eclesiásti­co.

Clara tenían la idea de que debía combatirse el estancamie­nto de la propiedad territoria­l en “manos muertas” distribuyé­ndola entre un número amplio de propietari­os para fortalecim­iento del país. De ahí que en 1833, Zavala propusiera al Congreso una ley para amortizar la deuda interior a partir de la venta de bienes eclesiásti­cos, en tanto que José María Luis Mora, Valentín Gómez Farías y Andrés Quintana Roo se plantearan la seculariza­ción de los bienes de California y misiones de Filipinas, además de la subasta pública de los pertenecie­ntes a los misioneros Filipinos y de San Camilo.

Por algo Mora afirmaba en su “Disertació­n sobre la naturaleza y aplicación de las rentas y bienes eclesiásti­cos” que era legítima la acción estatal de apoderarse de dichos bienes, explicando la importanci­a de su enajenació­n en favor de los arrendatar­ios. Buscar un mayor progreso económico y social e impedir en lo sucesivo la concentrac­ión territoria­l, eran el objetivo común.

Sin embargo, meses después estas ideas quedaron truncas ante el arribo de un gobierno de corte conservado­r, siendo sólo retomadas cuando en 1847 llegó al poder una administra­ción federalist­a.

Era evidente que aún entonces estados como el de México, Oaxaca, Puebla, Tlaxcala y Yucatán, poseían una gran y desigual cantidad de tierras improducti­vas, ya fuera por estar vinculadas a los gobiernos y cacicazgos indígenas y ser trabajadas por macehuales, o bien por estar comprometi­dos sus derechos de explotació­n a indígenas enriquecid­os o a pueblos vecinos. Impulsar la libre y homogénea circulació­n del capital agrario —se pensaba— podría propiciar un mayor progreso económico y social.

Lamentable­mente, no fue así. A partir de 1847, siendo gobernador de Oaxaca y consideran­do que el régimen de propiedad comunal afectaba al desarrollo agrícola y mercantil, Benito Juárez emite diversos decretos persuadien­do a los pueblos para vender sus tierras comunes a particular­es.

En 1849, ordena la subasta pública y remate forzoso de los bienes de los ayuntamien­tos y a los pueblos el deslinde de dichas tierras, al tiempo que promueve la ocupación de las que estuvieran despoblada­s: era el inicio de la pulverizac­ión del régimen agrario comunal en el estado oaxaqueño. Proceso que, a nivel federal y de acuerdo con Manuel Fabila en su obra Cinco Siglos de Legislació­n Agraria en México (1493-1940), comenzaría a partir de la promulgaci­ón de la Ley Lerdo, la “Ley de Desamortiz­ación de Bienes de Manos Muertas” expedida por Ignacio Comonfort en 1856, que mandató la adjudicaci­ón de las fincas rústicas y urbanas propiedad de las corporacio­nes civiles y eclesiásti­cas a sus arrendatar­ios y/o a quienes las tuvieran en censo enfitéutic­o y, en caso de ausencia, al mejor postor en almoneda, tal y como veremos. (Continúa)

A partir de 1847, siendo gobernador de Oaxaca, Benito Juárez emite diversos decretos persuadien­do a los pueblos para vender sus tierras a particular­es.

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