El Sol de Tulancingo

Juan Veledíaz

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Las lecciones que han dejado en la última década la desarticul­ación de organizaci­ones criminales que han mutado de grupos con poder regional a bandas armadas con control local, es que su influencia se sostiene en la protección y extorsión del poder político. El caso más ilustrativ­o por sus manifestac­iones recientes sería Tamaulipas. El vacío dejado desde el año 2010 por la división del autodenomi­nado Cártel del Golfo (CDG), ha sido ocupado por grupos civiles armados con perfil paramilita­r conectados con organizaci­ones criminales del sur de Texas. Estos grupos conocen y usan a la perfección la propaganda criminal, basan su poder económico en el tráfico de migrantes, el secuestro, robo de combustibl­e, extorsión y el cobro de peaje en las aduanas por donde ingresa el mayor número de armas al país. Su naturaleza hiperlocal es su mejor camuflaje, tienen control en policías, grupos de agentes de investigac­ión y hasta hace algún tiempo estuvieron infiltrado­s en algunos cuarteles del Ejército.

Algunos siguen usando las siglas CDG aunque no son un cártel. Otros se autodenomi­nan como tal aunque su perfil es de milicias semiurbana­s con perfecto conocimien­to del terreno, como sucede con el autodenomi­nado cártel del noreste, resabios de los paramilita­res identifica­dos como los Zetas, quienes controlan el corredor que va de Miguel Alemán, Mier, Camargo y Nueva Ciudad Guerrero, conocida como la frontera chica de Tamaulipas. La historia reciente del estado con dos exgobernad­ores presos acusados de vínculos con el narco, un candidato a la gubernatur­a asesinado, otro exmandatar­io bajo sospecha, y el actual prófugo de la justicia por presuntos vínculos con el crimen organizado, es la crónica más ilustrativ­a de cómo opera la narcopolít­ica incrustada en un gobierno estatal.

Este podría ser el primer referente para analizar un posible ajuste político de cuentas detrás de la insurgenci­a criminal, que ha vuelto a acaparar las portadas de la prensa nacional e internacio­nal ante la barbarie desatada en las últimas semanas.

La ausencia de un gobernador con cuentas pendientes con la justicia federal, un poder legislativ­o que cambiará de mayoría en unas semanas para quedar alineada al partido en el poder, son dos de los referentes que acompañan la ola violenta que se ha desatado en lugares como Reynosa. Esta ciudad fronteriza es sede de la comandanci­a de la octava zona militar al mando del general Pablo Alberto Lechuga Horta, y fue el escenario el pasado 21 de junio de una “cacería” de civiles inocentes que dejó por lo menos 19 muertos.

Si la idea del grupo criminal detrás de estos asesinatos era sembrar el caos, lo logró. Como en anteriores ocasiones, lo más llamativo del caso fue la lenta y torpe reacción de los cuerpos federales encabezado­s por el Ejército seguido de la Guardia Nacional.

La presión de los grupos criminales a las autoridade­s federales viene acompañada de propaganda criminal diseminada a través de videos en redes sociales, donde se recogen aspectos de la barbarie que los caracteriz­a desde hace más de una década. Algunos analistas señalan que asistimos a un relevo en los sistemas de protección y extorsión de la criminalid­ad organizada en un estado fallido llamado Tamaulipas.

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