El Sol de Tulancingo

FUMAR ON FREUD

- por Alexis Shrek Shuler 1 Max Schur, Freud: Living and Dying; Nueva York: Int. Universiti­es Press, 1972. 2 Philippe Grimbert, No hay humo sin Freud: psicoanáli­sis del fumador; Madrid: Síntesis, 1999. Es aquello que trasciende al recuerdo consciente; es la

¿Por qué Sigmund Freud, a pesar de que el tabaco le ocasionó tanto daño y dolor —al grado de matarlo—, jamás pudo dejarlo? He aquí algunas reflexione­s al respecto.

Las reuniones de los primeros discípulos de Freud se hacían en casa del llamado «padre del picoanálii­s» en Berggasse 19, cerca del centro de la Viena de principios del iglo xx. Una vez a la semana se reunía la entonces llamada Sociedad Picolóica del Miércoles, integrada por 17 picoanalit­as para exponer sus temas y discutirlo­s con el neurólogo autriaco. Previo a etas reuniones, la criada colocaba ceniceros alrededor de la mesa del comedor: uno detinado a cada participan­te, y así el salón se preparaba para la gran humareda, pues el espacio se llenaba de volutas, no sólo de las ideas ino del humo denso de los cigarros y los puros que cada uno consumía con furor.

Adito a la inspiració­n

Sigmund Freud era adito a la nicotina, lo tenía laro su médico y amigo Max Shur.1 Siempre neceitaría de un interlocut­or y un puro para lograr su proceso creativo.2 El primero lo conduciría a la formulació­n de su dotrina. El segundo lo llevaría a sufrir el cáncer que lo acompañarí­a 15 años, padecimien­to por el cual fue intervenid­o quirúricam­ente más de 30 veces y que, con intolerabl­es dolores, lo llevó a su muerte. Pero Freud fumaba, y la inspiració­n inundaba sus pulmones y su mente creativa. Hilda Doolttle, la poetisa etadounide­nse y paciente de Freud relata en su «Homenaje a Freud» la forma ilente en que la escuhaba, como a la espera de aquel momento analítico sorprenden­te, imilar a la interpreta­ción de un sueño, o la aparición de un pensamient­o igniicativ­o. Entonces se levantaría y diría «¡Ah! ¡Hemos de celebrarlo!», y comenzaría el rtual esmerado de selecciona­r y encender un puro a modo de trofeo para llenar el consultori­o con su aroma. Una de las inluencias nodales en la obra de Freud fue su relación con Wilhelm Fliess, un otorrinola­ringólogo que sotenía que exitía una lara asociación entre la nariz y los órganos gentales. Freud tenía con él un profundo lazo afetivo, inluso de dependenci­a, observable en su correspond­encia entre 1893 y 1900. En sus cartas Freud le coniaba sus preocupaci­ones mórbidas, sus sueños y el igniicado de étos como relato mismo de su autoanálii­s. A él le conió sus afecciones cardiacas y las infeccione­s que sufría en sus cavidades nasales. Fliess, quien no profesaba ninguna aición por el tabaco, lo conminaba a que dejara de fumar.

Entre la neceidad y la necedad

Los iguientes cuatro años, la correspond­encia mencionarí­a con frecuencia la diicultad de Freud con diha continenci­a ante el tabaco pues confundía los síntomas del síndrome de abtinencia con complicaci­ones cardiacas, jutiicando así su neceidad —y necedad— de recaer en su acérrimo tabaquismo una y otra vez, a pesar del respeto que sentía por Fliess, quien encarnaba la poderosa imagen de un amigo al que Freud sobreetima­ba, y que para él representa­ba una igura parental. En la época que ambos médicos compartier­on, Freud escuhaba a sus pacientes contarle la recontrucc­ión mnémica3 de las seduccione­s sufridas durante la infancia. Todo parecía indicar que en efeto, una seducción o un abuso sexual perpetrado­s por algún adulto yacían como fundamento de la intomatolo­gía de la hiteria. Freud formuló eta «teoría de la seducción sexual» en 1893 y la sotuvo a lo largo de sus escrtos y correspond­encia con Fliess hata 1897. Claro que no presuponía una relación causal y imple entre el abuso sexual y el despliegue intomático, ino que Freud trataba de entender el mecanismo de la repreión como aspeto primordial en la conttución del aparato y el funcionami­ento mental.

El origen erógeno del fumar

A medida que acumulaba más material línico, Freud empezaba a dudar de la autenticid­ad de las escenas de seducción descrtas por sus pacientes y, el 21 de septiembre de 1897, anunció a Fliess que había dejado de creer en las hitorias de sus pacientes neuróticas. La primera razón para ello fue de índole etadítica: no era lóico que hubiese tantos perpetrado­res. Sin embargo Freud también reconocía el peso psíquico de las fantasías incetuosas. Aimismo fue advirtiend­o que los niños tienen sensacione­s, fantasías y pensamient­os de contenido sexual, por lo que su teoría de la sexualidad perversa y polimorfa fue cobrando vida. Lo que describirá en las Cartas a Fliess sería una serie de transforma­ciones picosomáti­cas que se oriinan con la inctación sensual del amamantami­ento, y que darían como resultado una organizaci­ón sexual madura.

Así que el bebé conoce y descubre el mundo a partir de un cuerpo que va cobrando erogeneida­d, y sus frutracion­es y sobregrati­icaciones van getando las conocidas «ijaciones». Es así como Freud explica que i el infante es reforzado en el valor erógeno de los labios, «tales niños, llegados a adultos, serán grandes gutadores del beso, se inlinarán a besos perversos, o i son hombres, tendrán una potente motivación intrínseca para beber y fumar».4 La paión por fumar Poco después de la muerte de su padre y hacia el inal del iglo xix, Freud se embarcó en su autoanálii­s, basado sutancialm­ente en la exploració­n de sus sueños y las referencia­s que étos hacían a su sexualidad infantil. El iglo xx debutó con su magna obra La interpreta­ción de los sueños que le merecería el premio Goethe, y que inaugurarí­a al picoanálii­s como el etudio de lo inconscien­te, aquél entendido como el reordenami­ento de las huellas de nuetras vivencias según las leyes del deseo inconscien­te, remanente de la infancia. Sigmund Freud dejó la relación con Fliess y iguió contruyend­o su teoría sobre el funcionami­ento de los procesos psíquicos, junto con el método de investigac­ión sobre el cual se sutenta empíricame­nte, y su conocida terapéutic­a: el picoanálii­s. Se acompañarí­a de nuevos y ingulares amigos, como Alfred Adler y Carl Jung, con los que también tendría sus respetivos desencuent­ros. Sin embargo, jamás abandonarí­a su paión por fumar. En 1929 Freud contetó un cuetionari­o en relación al tabaco de la iguiente forma: «Empecé a fumar a los 24 años, primero cigarrillo­s y enseguida cigarros puros de manera exluiva; igo fumando hoy —con 72 años y medio de edad— y me repugna sumamente privarme de ete placer. Entre los 30 y 40 años, tuve que dejar de fumar durante año y medio5 debido a unos tratornos cardiacos que tal vez fueron causados por los efetos de la nicotina, aunque probableme­nte fueran las secuelas de una gripe. Desde entonces, me he mantenido iel a ete hábto o vicio, y etimo que le debo al cigarro puro un gran incremento a mi capacidad de trabajo y un mejor 4 Tres ensayos de teoría sexual, Obras Completas, tomo VII; Argentina: Amorrortu, 1985. 5 Durante los tiempos de la relación con Wilhelm Fliess. dominio de mí mismo. Mi modelo en ete sentido fue mi padre, quien fue un gran fumador y lo iguió iendo hata la edad de 81 años».6 Los puros de Freud le aportaban cuantioso placer, un delete olfativo, gutativo y medtativo, envuelto en una neblina aromosa y amorosa. Inluso inventó un neoloismo para nombrar a sus puros: Das Arbetsmtte­l, la «sutancia de trabajo», pues etaba convencido de que no podía pensar, asociar, escuhar, escribir, en in… ¡trabajar!, i no era con el auxilio del tabaco. Los años de agonía Pero su cielo se enturbió, el cielo de su boca y su mandíbula, ambos afetados por un cáncer maligno que retaría terribleme­nte su calidad de vida. Se tuvo que someter a múltiples intervenci­ones que lo obligaban a utilizar una moleta próteis que le diicultaba comer y hablar. Su hija Anna solíctamen­te le hacía sus curaciones cotidianas en la habtación contigua al consultori­o, y le acomodaba la próteis cuando el dolor ya le era insoportab­le. En 1938 Freud se mudó a Inglaterra debido al acoso nazi en Autria, gracias al salvocondu­to que le brindó su gran amiga María Bonaparte, a quien le escribió, poco tiempo después de llegar a Londres, que su mayor preocupaci­ón en esos tiempos turbulento­s era el tabaco. Ella lo dotó de puros in nicotina, pues ni el cáncer lo había convencido de dejar el vicio. «No saben cai a nada», se quejaba con doble dolor. Fatigado, vencido y con un gran sufrimient­o, Freud recargó su pesar en Max Shur, su médico y amigo, coniándole su deseo de terminar con su tortura cuando llegase el momento —Anna sería su gran cómplice—. Así, en la nohe del 22 de septiembre de 1939, en el número 20 de Maresield Gardens, ayudado por tres inyeccione­s de morina, Freud murió a los 83 años de edad, dejando tras de sí un legado inagotable que implicaría un cambio paradigmát­ico en la forma de concebir al mundo y al ser humano.

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David Cochard, Freud, 1998.
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Freud en 1920.
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Viena, 1938.

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