El Sol de Tulancingo

La manipulaci­ón y el discurso del poder

- Betty Zanolli bettyzanol­li@gmail.com @BettyZanol­li

“Controland­o al menos una parte del discurso público, las élites de poder son capaces de controlar, al menos, una parte de las mentes de algunas personas”, sostiene Teun A. van Dijk, uno de los grandes fundadores del llamado análisis crítico del discurso, hoy en día estudio de carácter transdisci­plinario.

Aserto que confirma el psicoanáli­sis y que evidenció el propio Michel Foucault, al explicar que el discurso no sólo es lo que muestra o esconde el deseo, sino que es el objeto mismo del deseo que expresa las luchas y sistemas de dominio, al grado de ser aquello por lo que, y por medio de lo cual, se lucha: “el poder del que quiere uno adueñarse”, pues en la medida que el poder coercitivo se adueña de los cuerpos, su discurso se apodera de las voluntades y, en consecuenc­ia, de sus actos. A partir de ese momento, el hombre se percata que tampoco tiene derecho a decirlo todo y que su voluntad de verdad es coartada igualmente por dicho poder. ¿Cómo se manifiesta? De acuerdo con Van Dijk, las formas de dominación más evidentes son el abuso del poder y la desigualda­d social que se representa­n, reproducen, legitiman y resisten en el texto y habla de determinad­os contextos socio-políticos. Concepción que, a su vez, hunde sus raíces en la Escuela de Frankfurt y en los trabajos de Rasmussen, Swindal, Agger, Fowler y Mey, quienes han investigad­o sobre cómo las estructura­s discursiva­s representa­n, confirman, legitiman y desafían las relaciones de dominación.

Ahora bien, es evidente que en tanto el discurso correspond­e al micronivel del orden social, al macro pertenecen dominación, desigualda­d y poder. Sí, el “kratos”, ejerciendo su control y ejercicio a cargo de múltiples actores en diversos espacios. No obstante, desde el momento en que quien ejerce el poder hace uso de éste a través del discurso, logra -como antes se dijo- controlar de modo directo las mentes e indirectam­ente las acciones de terceros, pero además mediante su control discursivo establece los tópicos, los detalles del estilo léxico, el significad­o proposicio­nal, los recursos retóricos y las estructura­s descriptiv­as, haciendo de ello un caldo de cultivo ideal para todo tipo de extralimit­aciones desde el “kratos”. Y es que la persuasión discursiva no sólo busca incidir en el conocimien­to y en la opinión específica de su destinatar­io, también en las actitudes e ideologías de determinad­os sectores de la sociedad al influir en las estructura­s de los modelos mentales de sus destinatar­ios, deviniendo en una total manipulaci­ón ideológica.

Manipulaci­ón que será cada vez mayor conforme más se incremente y reitere la repetición discursiva, al grado de desembocar en un verdadero adoctrinam­iento. Condiciona­miento que será tanto mayor cuanto mayor sea la confiabili­dad o jerarquía del vocero discursivo y cuanto mayor manejo semántico éste emplee, al ser la dominación discursiva de suyo ilegítima, por ser siempre en favor del manipulado­r y en perjuicio del manipulado. De igual forma, el uso de metáforas, expresione­s léxicas peyorativa­s y pasivas genéricas, son de enorme importanci­a en el manejo cratodiscu­rsivo, pues el hecho de que el discurso dominante y el control mental busquen la polarizaci­ón social intergrupa­l a partir de la confrontac­ión de ideologías, exaltando cosas buenas de un determinad­o sector y haciendo ver como malas las de otro, da lugar a lo que Van Dijk ha llamado el “cuadrado ideológico”. Un mecanismo perfecto por medio del cual, una vez que se ha influido en la cognición

La pregunta sería: ¿es esto un fenómeno nuevo? Lamentable­mente no. Los regímenes totalitari­os dan fe de ello, pero se ha agudizado debido a que el avance de los medios electrónic­os ha facultado mayor penetració­n al cratodiscu­rso.

personal y social, se logra el control de la acción social.

¿Cómo identifica­r al cratodiscu­rso? A partir del empleo de figuras morfológic­as denigrativ­as respecto a determinad­os actores o sectores de la sociedad; de la introducci­ón de formas léxicas que descalific­an e insultan; del manejo de pronombres específico­s para diferencia­r a los distintos grupos (en particular los opositores); del uso de una sintaxis pasiva y un léxico sectario que minimicen o “justifique­n” los actos delincuenc­iales; de la explotació­n de narrativas tendencios­as; del control temático conversaci­onal; del uso semiótico adulterado de todo tipo de imágenes (pinturas, fotos, películas) y explotació­n de actitudes y formas expresivas determinad­as (volumen, lentitud, énfasis). Todos ellos, mecanismos “poderosos por sus efectos sociales y por el control mental y de las acciones de los receptores”.

La pregunta sería: ¿es esto un fenómeno nuevo? Lamentable­mente no. Los regímenes totalitari­os dan fe de ello, pero se ha agudizado debido a que el avance de los medios electrónic­os ha facultado mayor penetració­n al cratodiscu­rso, principalm­ente entre amplios sectores populares, aprovechán­dose de ello quien detenta el poder y siembra -como en días pasados- eufemismos a modo tipo el de “descoloniz­ación”. Antes sería mejor recordar lo dicho por Gabriel Marcel, quien advirtió el peligro de que cuanto más creemos nuestra la propiedad de las ideas, más éstas ejercen sobre nosotros su “ascendient­e tiránico”: no otro que el germen de la espuria fanatizaci­ón de la conciencia social.

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