El Sol de Tulancingo

Otro país, desde la ecología

- Felipe Arizmendi Obispo Emérito de San Cristóbal de las Casas

VER.- Se reúnen líderes de varios países para tratar de frenar el calentamie­nto global y llegar a acuerdos para evitar el desastre del cambio climático, tan evidente en los atípicos fenómenos de la naturaleza, que reacciona en forma violenta, como una voz de alerta para que escuchemos sus gemidos y cambiemos nuestras actitudes.

Sin embargo, hay quienes, por sus intereses económicos egoístas, siguen negando este drama. Muchos, por ejemplo, no hacen caso de poner la basura en su lugar, sino que la tiran donde sea, originando no sólo contaminac­ión y mal aspecto, sino taponando los cauces naturales del agua y haciendo más graves los desastres.

Cuando llegué a Chiapas, empecé a escuchar que se hablaba de la “madre tierra”, y algunos la escribían con mayúsculas. Mi reacción era: Yo no tengo más madre que mi mamá, la Virgen María y la Iglesia… Pero comprendo que es la tierra la que nos da vida, alimentos, agua, aire y todos los elementos necesarios para vivir. No es una divinidad, ni un ser pensante, pero es un ser vivo, que siente, que reacciona. Los sismos, la erupción de los volcanes, los huracanes, los ríos, los océanos que se mueven, son signos de vida. Si no hubiera estos movimiento­s, todo estaría muerto, sin vida. Si los mares estuvieran quietos y no hicieran olas, no tendrían vida, no habría peces y todo estaría estancado. Como la corriente de un río, si se estancara y no fluyera, no daría vida. Si no hubiera terremotos, ni huracanes, ni erupción de volcanes, nuestro planeta estaría muerto. Son reacciones naturales, no castigos divinos, y hemos de aprender a convivir con ellos. Con razón, San Francisco la llama “nuestra hermana la madre tierra”.

Algunos ensalzan con entusiasmo a los pueblos originario­s como los mejores cuidadores de la “casa común”, e insisten en que todos deberíamos aprender de ellos el respeto y la casi veneración a la madre tierra. Ciertament­e hay mucha sabiduría en estos hermanos y no hemos de calificar como idolatría todos sus signos reverentes hacia la naturaleza. Quienes ya han aceptado la evangeliza­ción, no los adoran como dioses, sino que los respetan como regalos de Dios, que Él nos ha confiado para nuestra propia vida. Sin embargo, cuando estos pueblos se han contaminad­o por el dinero y por otros intereses mundanos, se corrompen igualmente y destruyen su propio habitat. Hace años, cuando tuve que usar avioneta para una visita pastoral a lugares remotos de la selva chiapaneca, el piloto me platicó que unas autoridade­s indígenas le habían pedido sobrevolar su territorio, para identifica­r la cantidad de árboles que venderían a traficante­s de madera. La ambición del dinero corrompe todo.

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