El Sol de Tulancingo

Bosé revela difícil relación con su padre

Con autorizaci­ón de Editorial Espasa de Grupo Planeta publicamos un extracto de la autobiogra­fía del artista

- MIGUEL BOSÉ

CAPÍTULO 6 (FRAGMENTO) UN PASEO POR SOMOSAGUAS

Durante aquel mes estuvimos en tres diferentes campamento­s. Uno en la selva, rodeado de pantanos, otro en la sabana y el último improvisad­o e instalado en la ribera de un río. En el primero mi padre intentó que una bellísima nativa de dieciséis años, de ojos muy blancos que resplandec­ían a la luz de la hoguera desde el fondo de su negrura, me iniciase a la hombría. Simoes se lo quitó de la cabeza diciéndole que no era el caso de que, por una tontería, el niño acabase contagiado con alguna enfermedad, que los nativos estaban inmunizado­s a todo lo que nosotros no. Pero como mi padre insistía con la gracia, Simoes le propuso que se fuese él con la chica a ver si tenía narices y mi padre, a quien no había que retarle con asuntos de mujeres, la agarró del brazo y se la llevó a su cabaña. Simoes se sentó a mi lado y al brillo de las llamas empezó a contarme antiguas historias de cazadores, fascinante­s y prodigiosa­s, para distraerme de los asuntos a gritos que estaban ocupando a mi padre. De inmediato, supe que él me iba a proteger, lo supe dentro de mi corazoncit­o. Aquellos relatos inauguraro­n mi «Diario de África».

A los pocos días fuimos a cazar hipopótamo­s, y como no hacía pie en aquellos pantanales, me subieron a hombros de un porteador hasta llegar a la choza de apostamien­to entre cañizales. Durante el trayecto, mis piernas, que de rodilla para abajo estuvieron siempre dentro del agua, se plagaron de sanguijuel­as, decenas de ellas, colgando como flecos que ni noté al pegárseme. Me picaron muchos mosquitos, muchísimos y de todos los tamaños, y fue ahí donde, con toda seguridad, agarré el paludismo, lo que hoy se conoce por malaria.

Y sin pastilla de quinina, que mi padre no me diera por descuido y olvido, la enfermedad fue lentamente incubándos­e y para mediados del segundo campamento, en el que nos cruzamos con la tía Paquitina y el tío Fausto, los Blasco de Madrid, también de safari, yo ya estaba visiblemen­te enfermo. Tan mal aspecto tenía que la tía Paquitina le dijo a mi padre: «Luis Miguel, este niño tiene muy mala cara, ¿qué le pasa?». Sin darle mayor importanci­a, le respondió que «el niño no se adapta a lo que se come aquí, que no para de vomitar, y que si sigue así se va a quedar escuchimiz­ado y se va a enfermar, ya se lo he dicho». «¿Le estás dando la quinina?» Y mi padre dijo que no, que eso era una mariconada que no servía para nada, y la tía Paquitina le respondió lo mismo que le dijo el doctor Tamames en Madrid, que si él no quería tomarse las pastillas, que allá él, pero que al niño se las diese o que se moría antes de volver a España, a lo que mi padre cerró la discusión replicando que lo que yo tenía no era malaria sino mamitis, y que o espabilaba o no me volvía a traer de safari. Los Blasco abandonaro­n el campamento seriamente preocupado­s, con una terrible angustia de corazón, pero ahí quedó zanjado el tema.

En las expedicion­es diarias, todos íbamos en fila india durante largas horas bajo un sol de justicia y cuidando muy mucho dónde apoyábamos nuestros pasos. Muy pronto, las caminatas se me fueron haciendo cada vez más duras, pero jamás protesté, no quería decepciona­r a mi padre. Hasta que en una de ellas me desplomé, sudando y tiritando, blanco y frío como la tiza. Recuerdo entreabrir los ojos y ver a mi padre en pie junto a mí, a contraluz, reanimarme con la punta de su bota y decirme: «Venga, no seas nenaza, levántate y camina como un hombre y déjate de mareos o te vas a enterar lo que es uno de verdad del tortazo que te voy a meter, y basta ya de tonterías». Me tiró encima de la cara su sombrero con desprecio para repararme del sol, o así lo entendí, y girando talones, le vi alejarse, contrariad­o y agotada su paciencia. Pensé que tal vez, al no darse trofeo, la estaba perdiendo. Pero no. La había perdido conmigo.

En ese preciso instante, me rendí para siempre. Entendí que nunca conseguirí­a estar a la altura de sus expectativ­as, que él nunca estaría orgulloso de mí porque era débil, que nunca iba a quererme, que yo no era el hijo que él esperaba que fuera, y ahí, con diez años, tirado en medio de África, decidí que para qué esforzarme más. Me sentía muy mal, muy triste, muy solo, muy enfermo y tiré la toalla, no aguanté. Simoes se inclinó, me levantó del suelo, me cargó en sus brazos, y no me acuerdo de más.

Al día siguiente, como si nada hubiese pasado, mi padre me despertó y me obligó a proseguir. Una rama suelta de un espino salvaje me enganchó el párpado derecho con una de sus espinas y me lo desgarró entero hasta dejármelo colgando por un hilo de piel. Cegado por la sangre, entré en pánico y mi padre enfureció. Mandó rápido que me pusieran un parche, que la caza no esperaba. Para tranquiliz­arme, me dijo: «No te preocupes, solo el noventa y nueve por ciento de la gente a la que le pasa eso, muere», y partido de la risa debido a no sé qué gracia, se incorporó y ordenó proseguir. Mis fuerzas estaban ya por debajo de los límites y Simoes, que empezaba a perder la calma y a disgustars­e con mi padre por la forma con la que me trataba, le pidió al más fuerte del grupo de porteadore­s que repartiera su carga entre los demás y que se ocupara solo de mí. Me agarré a su cuello y, exhausto por la calentura y la debilidad, empecé a desvariar.

Pero las desgracias se sucedían, no acababan. Debido a las violentas diarreas que me ocupaban el día entero, empecé a deshidrata­rme y me convertí en el fastidio al que constantem­ente había que hervirle agua que darle con sal y azúcar u otras infusiones de hierbas que los nativos conocían para frenar las fiebres cada vez más altas. En una de las idas a la letrina del campamento, un hoyo cavado en la tierra sobre el que te acuclillab­as y que hasta no llenarse no se tapaba con tierra para abrir uno nuevo al lado, me picó un alacrán y durante unos días estuve bajo morfina. Agradecí al cielo y al Cristo de Medinaceli que la alianza del veneno del bicho y de aquella medicina que tanto me hacía delirar, me proporcion­aran una tregua, un alivio temporal en medio de tanto constante malestar.

MIGUEL BOSÉ

CANTAUTOR

“Me convertí en su hijo invisible y recuerdo haber llorado ríos y ríos deseando volver a casa”

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ESTEBAN CALDERÓN GONZÁLEZ/EDITORIAL ESPASA GRUPO PLANETA De su padre, el torero Luis Miguel Dominguín, heredó el nombre

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