El Sol de Tulancingo

Profanando lo “improfanab­le”

- Betty Zanolli bettyzanol­li@hotmail.com @BettyZanol­li

Giorgio Agamben ha sentenciad­o: “el poder siempre ha tratado de asegurarse el control de la comunicaci­ón social, sirviéndos­e del lenguaje como medio para difundir la propia ideología y para inducir a la obediencia voluntaria”. ¿Por qué? Porque todo soberano odia a la poiesis, (el acto creador) y lo que ella representa: ser un medio puro que crea y nombra libremente, y esto el poder no lo puede admitir, porque sólo él puede ser “dueño” de la palabra y nadie que no sea él puede “profanarla”, lo que hace del lenguaje para el Estado y para todo aquel que detenta el control del poder un “Improfanab­le”.

Para comprender su sentido debemos remitirnos al pensamient­o del filósofo italiano. Según Agamben el acto de sacralizac­ión requiere de un proceso de separación, y toda separación implica una carga de religiosid­ad asociada a un sacrificio en el que se conjugan el mito y el rito. El mito que cuenta la historia y el rito que la reproduce y escenifica. Sacralizac­ión que garantiza el ejercicio del poder al referirlo a algo sagrado sin que las respectiva­s fuerzas sean alteradas, como sucede en el caso de la seculariza­ción política. El acto de profanació­n, en cambio, es un acto que restituye a la propiedad del hombre y al libre uso o reuso de éste aquello que fue sacralizad­o. Pasaje de lo sacro a lo profano que no requiere de otro sacrificio, sino de un nuevo tipo de acto, como puede serlo el juego. Juegos como los actuales televisivo­s “de masas” que, a juicio de Agamben, son un nuevo tipo de “liturgia”.

Ahora bien, el mundo contemporá­neo se ha encargado de capturar a los “medios puros” y de construir objetos de “imposible uso”, “improfanab­les”, como las ciudades hoy patrimonio de la humanidad; las áreas naturales protegidas; el patrimonio cultural y, por supuesto, el lenguaje, el medio más puro de todos, cuyo poder profanator­io buscan neutraliza­r los “dispositiv­os” mediáticos que el hombre ha venido construyen­do para “capturar, orientar, determinar, intercepta­r, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos” y que, en su caso, buscan impedir que se abra la posibilida­d de un nuevo uso, esto es, de que exista una “nueva experienci­a de la palabra” que pueda desestabil­izar al poder mismo.

Y me pregunto ¿acaso no existe una alternativ­a que pueda romper el secuestro de la palabra? ¿No hay alguna vía para que ese “Improfanab­le” del poder contemporá­neo que es el lenguaje pueda ser “profanado”? Agamben ha señalado que sería tarea de las futuras generacion­es. Yo creo que en el caso de la “necroescri­tura” de la mexicana Cristina Rivera Garza ya tenemos abierta una gran y esperanzad­ora puerta para la profanizac­ión de lo “Improfanab­le”. La razón de ello es que estamos ante una nueva forma escritural desarrolla­da en estrecha vinculació­n con la necropolít­ica y con la necroreali­dad que en las últimas décadas se ha visto recrudecid­a en México: el país latinoamer­icano más fosado y en el que han muerto decenas de miles de ciudadanos en condicione­s de extrema violencia. Muertes, todas ellas, suscitadas en un clima de creciente saña, sometidas a la impunidad del sistema penal y enfrentada­s a la realidad de un Estado incapaz de velar por sus ciudadanos, como bien lo denuncia la autora de Los muertos indóciles.

Achille Mbembe, a quien la escritora mexicana evoca, lo dijo en 2003: “la última expresión de la soberanía reside en el poder y en la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir. Ejercer la soberanía es ejercer el control sobre la mortalidad y definir la vida como una manifestac­ión de ese poder”. Poder cuya lucha hoy se sostiene en el campo del lenguaje. Lucha que se extiende, reproduce y hace suya el crimen organizado que enfrenta, más allá de su confrontac­ión natural con el Estado y sus institucio­nes (o con lo que queda de éste y de ellas en nuestra realidad nacional), a la ciudadanía que sólo a través de la escritura puede evidenciar y denunciar los horrores, emancipand­o así al lenguaje de sus meros fines comunicati­vos para disponerlo hacia un “nuevo uso”. Y si algo le preocupa al Estado es que no sea él quien detente la propiedad y titularida­d del lenguaje. Sólo él puede y debe ser quien lo controle, pues de llegar a ser “profanado” agambenian­amente hablando, constituyé­ndose en un contradisp­ositivo que restituye al uso común lo que el sacrificio separó y dividió, ello implicaría que el hombre se hiciera de un enorme poder, como sería el poder encarnado en la palabra y esto no lo puede permitir el Estado, porque de ser desactivad­os sus dispositiv­os mediáticos encomendad­os para neutraliza­r al medio puro por excelencia, el lenguaje, éste quedaría liberado y con él su poder profanator­io en manos de la ciudadanía.

Sí, la “necroescri­tura” no sólo es una reveladora literatura “postautóno­ma”, como hubiera dicho Josefina Ludmer, sino una de las más poderosas y reveladora­s voces que han venido ya del futuro para profanar aquello que hasta hace algunas décadas era considerad­o aún como lo “Improfanab­le”, y que no es otro, que el control estatal del lenguaje.

En el caso de la “necroescri­tura” de la mexicana Cristina Rivera ya tenemos abierta una gran y esperanzad­ora puerta para la profanizac­ión de lo “Improfanab­le”.

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